He entrado en la edad descreída, lenta y temerosamente. Los 50 son unos preciosos años de reclamo a la ingenuidad, y pretendo inocente y humilde aprender lo nimio y lo grueso. Me inicio en lo más elemental, ando con cuidado observando como mis pies prevén una piedra y salvan un callo. Descubro curiosa el molde de mi huella y el imperceptible desnivel de las suelas del zapato, debo procurar pisadas lentas, parsimoniosas y protocolarias, pues al final descubro que llego más lejos menos cansada y con mis bases menos doloridas.
En lo grande cunde la incredulidad. Poco de lo aprendido es válido y me muestro íntimamente leyendo, escuchando, observando, en suma viviendo entre líneas. Sé que lo percibido no es cierto, que lo mostrado es engañoso y mis posibilidades de descubrirlo escasas.
Me muevo entre el pesimismo realista y el asombro de la verdad, y casualmente encuentro esta en lo pequeño, en la poesía y la naturaleza. Siempre debo estar alerta, ojo avizor a los trucos de magia culturales, familiares, sociales… la maquinaria implantada dentro de mí tiene un engranaje automático que se dispara en cuanto bajo la guardia, camino aislada en una burbuja de incredulidad cuestionando cuanto veo, oigo y siento. No sé si me dará tiempo a descubrir este mundo o parte de él. He pasado por la fase del desengaño, recuerdo los 40 como una década de sorpresa, decepciones y soledad intelectual, pretendo de los 50 las pequeñas certezas, duras, sencillas, escondidas y misteriosas cubiertas de espeso humo que imposibilitan su visión y aprisionan los pulmones con punzadas dolorosas. Estoy en la hora cero del reaprendizaje. Soy una niña asustada y sola en un mundo que no conozco. El universo paralelo me permite desenvolverme y sobrevivir, las estrategias están bien definidas y los cánones son comunes, pero, mi tabula rasa inmaculada e íntima apenas destila una brizna de verdad absoluta, tan espesa y liviana a la vez que no existe formula física que la defina.
En el fondo es una aventura preciosa y universal: yo, el mundo y la soledad.
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