El Vigía
Muchos vivimos la vida con consignas propias o inculcadas de que, para todo lo bueno hay que esperar.
Esperar para ser grandes, para casarse, para tener hijos, para comprar el auto, la casa, tener dinero... en definitiva, "asegurar" el futuro, y quizás, recién entonces, disfrutar la vida...o lo que entonces quede de ella.
La mañana nació con una tenue luz desprovista de calor. El hombre se despertó sobresaltado. Rápidamente se asomó al ventanuco de su refugio y miró al lejano sendero montañoso que desembocaba en su desfiladero. Frotó varias veces sus ojos con sus puños buscando enfocar la vista, unos minutos después suspiró aliviado, esa era la razón de su vida.
Tomó una piedra gastada y realizó una marca más en la pared. Un día mas de seguridad para su pueblo, su gente, su familia, pensó.
Hoy se detuvo unos instantes mirando la pared marcada como si la viera por primera vez. Quiso empezar a contar las marcas pero se detuvo abatido, solo recordaba que, la última vez que las contó eran más de diez mil marcas, pero no recordaba cuantos años habían pasado desde aquella vez. Abrumado miró una vez más la pared rayada y tomo su cubo de agua vacío.
La rutina diaria era su vida. Bajó con exagerado cuidado el escarpado acantilado, hasta el arroyo que corría al fondo por un sendero entre rocas que solo él conocía. Al llegar mecánicamente recogió la red, el día empezaba prometedor, el temblor pesado presagiaba el necesario sustento diario y quizás más.
Limpió metódicamente los peces capturados recogiendo las tripas en una bolsa de cuero. Colgó los peces en el habitual árbol espinudo, se quitó sus ropas de cuero, defecó en un hueco en la arena y observó el resultado. Toda información era valiosa para el cuidado de su salud. Cubrió sus heces y se arrojó al rio. Se frotó vigorosamente todo el cuerpo y en particular sus dientes, con la fina arena del lecho. El agua fría terminó de despabilarlo, era verano y la jornada sería larga.
Aún desnudo y tiritando, caminó aguas abajo hasta el angostamiento natural del rio, era un conjunto de rocas seguramente caídas desde lo alto del desfiladero en alguna época lejana. Era el paso natural para acceder a la otra margen, donde un pequeño valle protegido del terrible viento norte permitía piadosamente la existencia de algunos árboles frutales.
Saltando cuidadosamente entre las rocas y miró hacia el pequeño paraíso con ansiedad. Una sonrisa afloró en su rostro, efectivamente todo indicaba un gran día.
El paso casi obligatorio para vadear el rio así como el pequeño valle al reparo del viento, no solo era atractivo para cualquier humano sino para la escasa fauna de la montaña. Dos de sus trampas contenían unas pequeñas marmotas en su interior. Con estudiada habilidad las ahogo en el rio, desde la mordedura de una de ellas, hace muchos años, ya no corría riesgos. Mientras los animalejos daban sus últimos estertores bajo el agua, recogió algunas frutas maduras mientras mordisqueaba otras, cambió los cebos en las otras trampas, colocando la tripa fresca de los peces capturados y volvió para faenar los animales.
Preocupado miró el sol, ya debía volver. Limpió su bolsa en el rio, cargó en ella los animales y las frutas y verificó el estado de sus trampas... gruño satisfecho.
Volvió al árbol espinoso, recogió los peces y verificó el estado de su vieja herida. Una fea cicatriz le sonrió desde su pantorrilla izquierda. Un escalofrió recorrió su cuerpo.
- Casi muero - Se dijo recordando su peor pesadilla.
Se vistió rápidamente con sus pieles y recorrió por unos minutos la margen del arroyo buscando madera seca. Volvió al rio y llenó el cubo de agua, no sin antes beber hasta saciarse. Finalmente ató el hato de leña, lo acomodó a su espalda y emprendió el regreso.
El penoso ascenso del acantilado le pareció más arduo que nunca. recordando su accidente subió pausadamente respetando a rajatabla cada paso estudiado y cada descanso previsto. Sudoroso llegó a su choza no sin antes otear el horizonte respirando agitado. El sendero de montaña seguía intransitado.
La pila de leña contrastaba la necesidad de subir con semejante carga. Calculó que tendría para varios meses. Lo mismo ocurrió cuando destapó y observó su pozo de agua, las provisiones resultarían exageradas para cualquiera, pero no para él. Vació el cubo y lo cubrió nuevamente.
Ya en la choza, tomo un puñado de resaca y hojarasca seca del rincón y encendió un mezquino fuego para cocinar las presas del día, mientras masticaba una fruta. La rutina diaria era su única seguridad y certeza de supervivencia.
Apiló su carnes cocinadas ordenadas sobre una tabla, apoyada en la pared más seca de la choza, miró al otro extremo y tomó unos trozos de la carne seca más antigua para comer. No podía volver a ocurrirle lo de aquel invierno.
Finalmente volvió a la abertura en la pared y miró al lejano sendero con dedicación.
-Nada - Se dijo, y se recostó sobre sus cama de pieles a descansar. En seguida el sueño lo venció.
Instintivamente se despertó y volvió a mirar por el hueco.
- Nada - Repitió
Comenzaba la tarde, la peor parte del día. Contrastaba con la mañana no solo por la inactividad sino por la avalancha de recuerdos.
Primero acudió a su mente la imagen de su padre. Aquel hombre anciano que hacía una eternidad le había encomendado esta tarea. Todavía resonaban en sus oídos sus palabras.
- Hijo, no podremos sobrevivir a otra invasión.
- ¿Qué debo hacer, Padre?
- Los únicos que conocen nuestra existencia están detrás de aquellas montañas - Dijo apuntando con el índice al horizonte.
- Nuestras familias -Prosiguió - Nuestras viviendas, nuestro ganado y cultivos dependen para sobrevivir de un aviso temprano. Tenemos refugios en la alta montaña, cuevas que pueden soportar asedios y albergar por tiempo a nuestro pueblo, nuestro ganado y semillas, pero dependemos de una alerta de al menos un día. El acantilado tiene vista al sendero de acceso, nadie puede llegar al paso sin antes ser observado con una jornada de anticipación.
- El joven frunció el ceño - Padre!, tengo esposa y un hijo recién nacido, no puedo llevarlos al acantilado.
El anciano bajó la cabeza y con tristeza le replicó. - No, no puedes ni debes, nosotros cuidaremos de ellos. Los salvajes volverán, y si cuando vuelvan no nos encuentran en nuestro valle, no tendrán nada que saquear y regresaran a su pueblo para nunca más volver. Solo debes esperar en el acantilado hasta verlos en el sendero y avisarnos inmediatamente, está a solo un día de viaje. Pronto volveremos a reunirnos y viviremos para siempre en paz.
El hombre enjugó una lagrima, observó que comenzaba a caer la noche y miró, por última vez en el día al lejano sendero.
- Nada.
Los recuerdos volvieron al ataque.
- ¿Y porque tú? - Dijo la esposa con lágrimas en los ojos.
El joven no soportó su mirada y bajó los ojos murmurando - Mi padre es el jefe de nuestro pueblo. Me necesita para esta importante misión. - Y besando sus lagrimas le dijo - Volveré antes del invierno, y salvaré a nuestro pueblo de los bárbaros que nos acechan. Te amo.
El joven besó a su hijo, cargó sus bolsas y emprendió su viaje al acantilado no sin antes mirar, desde lo alto, con profunda tristeza, su hermoso valle con sus casas y sus huertos.
- Cumpliré mi misión y volveré - se dijo confiado.
Como todas las noches el hombre lloró. No entendía por qué no podía recordar las caras y las voces de sus seres queridos y sin embargo los recuerdos seguían doliendo tanto. Se acostó a dormir.
Esa noche volvió la pesadilla recurrente.
El resbalón en la piedra, la herida sangrante, la difícil decisión de, si bajar al rio que proporcionaba todo su sustento y curarse allí o volver a la choza y vigilar.
La decisión fue vigilar, y casi murió. Primero fiebre, dolor, luego hambre y sed pero no abandonó su puesto. Débil amaneció un día y juntando coraje retomó lentamente la rutina. Desde entonces todas las precauciones no eran suficientes.
Finalmente el sueño misericordioso lo cubrió.
Al amanecer despertó sobresaltado, saltó al hueco en la choza y clavó su vista en el horizonte. Ya se aprestaba a hacer otra marca en la pared cuando una sensación extraña lo invadió. La visión se le había deteriorado con el pasar de los años pero estaba seguro de haber visto algo en el sendero. Volvió a mirar. Unos minutos después, tembloroso confirmó su visión.
No era un ejército invasor, ni siquiera un pelotón de avanzada, solo parecía un anciano encorvado montado en una mula.
El avance era tan lento que para la tarde todavía seguía en el sendero. El hombre por primera vez cambió sus hábitos, no bajó al rio en la mañana, solo observó el avance del anciano en su mula. Viendo que nadie lo seguía se apresuró entonces a bajar al rio e interceptarlo al amanecer en el fondo del acantilado.
Esa noche o pudo dormir. El ruido del arroyo y la ansiedad del encuentro lo desvelaban. El anciano no implicaba ninguna amenaza por lo que no ameritaba alarmar todavía a su pueblo.
A la mañana salió a su encuentro, finalmente apareció detrás de una roca.
- ¡Alto anciano, detén tu marcha! - Dijo el hombre.
- ¿A quién llamas anciano? - Replicó el viejo montado en su burro - ¿Te has visto a ti mismo?
El hombre se miró las manos. Por primera vez notó que estaban arrugadas.
- ¿De dónde vienes? - Preguntó.
De detrás de la montaña. Hace cuatro días pasé por las ruinas de una aldea abandonada - Dijo el viejo.
- ¿Abandonada?
- Si, no la habitan ya ni los espíritus de sus pobladores - Dijo el anciano.
El hombre sintió un vacio en su pecho, sin más giró sobre sus talones y se encaminó presuroso en dirección a su querido pueblo. Caminó sin parar con el corazón desbordante, finalmente llegó al día siguiente.
Un extraño había llegado al pueblo.
La gente se arremolinó en su entorno. Un hombre fornido y apuesto lo interrogó:
- ¿Quién eres?
- Soy el hijo del Jefe estuve vigilando...
- El Jefe soy yo dijo el hombre y antes de mi fue mi abuelo.
- ¡Entonces eres mi hijo! - Dijo el hombre
- No, mi padre me abandonó al nacer, el está muerto, disculpe anciano, no lo conozco - Dijo el joven y le dio la espalda.
El pueblo murmuró asintiendo y se desperdigó en sus quehaceres diarios, abandonando al hombre en la plaza.
Desde entonces, los viajeros que pasan por los acantilados afirman, a quienes quieran escucharlos, que hay un cadáver sentado dentro de una choza asomado a un ventanuco. Su calavera parece estar mirando para siempre, con sus cuencas vacías al horizonte.
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