EL HOMBRE DE LA DESGRACIA CONSTANTE (Capítulo 1)
José Batista comenzó a mal pensar de su problema en el día de su cumpleaños número trece. Aquella fecha en el almanaque se levantó de malhumor y supo que le volvería a pasar. Se vistió, aún con los ojos pegados de sueño, y se dirigió al baño de la pieza que compartía con su hermano mayor. Se echó agua bien helada sobre los pómulos y en la cuenca de los ojos y luego se acomodó el flequillo rebelde con una palmada de agua un poco más tibia. Se observó la cara detenidamente en el espejo y supo que hoy ocurriría otra vez pero tuvo el pálpito de que en esta ocasión sería importante, no algo tranquilo y fácil, sino una circunstancia capaz de predisponerlo de manera nerviosa para el resto del día, como ya lo estaba a partir del momento en que se había despertado. De chico le había ocurrido varias veces pero nunca lo había llegado a relacionar directamente con nada en especial ni fue materia de preocupación alguna. Algunos hechos aislados, otros no tanto, podrían haberlo alertado si hubiese sido algo más detallista o hubiese tenido el afán de investigar en los sucesos que lo tenían como protagonista principal o secundario. Pero de que le hubiese servido estar atento a lo que le pasaba si no existía solución alguna para ese mal, si ni siquiera sabía si se trataba de un mal o de una estupidez de su inconsciente conciencia. Igualmente creía creer que no era un inconveniente suyo sino y más que nada de sus pensamientos que se desviaban en desvaríos impredecibles y lo llevaban a imaginar cosas inimaginables, escasas de cordura o de razón lógica. Suponía que si se tratara de algún problema de nacimiento o mental ya hubiese escuchado hablar de eso en la radio o en los diarios, o en determinados programas de televisión. Se decía que eran ideas ridículas pero al mismo tiempo sabía que lo que ocurría no lo fabulaba, sino que era absolutamente real y en algunos casos predecible, como le había sucedido la mañana de aquel cumpleaños. Fuera lo que fuera no lo podía decir, no lo podía compartir con nadie, no lo quería hacer público, por miedo a la vergüenza, a que lo tilden de loco, por terror a la burla de su hermano, a la sorna de sus amigos o a cualquier castigo probable de los padres. Era su secreto más guardado, su caja con doble llave, su más profundo dolor y su más certera certidumbre. Era suyo y de nadie más o de muchos más, porque suponía que su inconveniente seguramente era compartido por muchos miles de personas, que el no podía ser el único, quería no serlo, porque en lo raro y en la desgracia, mejor sentirse acompañado.
El no quería llamarlo mala suerte porque no se trataba de eso y tampoco sentía que era como esas otras personas, las que comúnmente reciben el apodo de mufa o fúlmine, aquellas gentes que le traían pequeñas tragedias o errores a los demás. Como el colorado Gorrione, que siempre que iba a jugar al fútbol con ellos ocasionaba diversos sucesos extradeportivos. Los chicos se lo tomaban como casualidad pero transcurridos un par de años, lo empezaron a llamar más veces como “mufa” que como “cabeza de tuco”. “No, no lo traigas a ese mufa a jugar acá”, “no, el colorado es yeta, no le avisen nada”. La primera vez del colo se había pinchado la pelota, la segunda el vecino no se las quiso devolver, a la tercera se agarraron todos a trompadas y en la cuarta el gordo Jaúregui se fue al hospital con un esguince de rodilla. Claro que entre la tercera y la cuarta habían pasado más de 10 meses, ya que el miedo a su presencia ya era palpable en la canchita del barrio. Cabeza de tuco debió retirarse de la práctica deportiva, mejor dicho los ex amigos lo retiraron, cuando todos cayeron con sarampión en un partido jugado un día antes del comienzo de las vacaciones de invierno.
Pero José Batista sabía que no era lo mismo, que no era mufa y si bien alguien se lo decía de vez en cuando, nunca se ganó el apodo definitivamente. El yeta traía mala suerte a los demás pero a él no le pasaba absolutamente nada. Pero en el caso de José era compartido, la mayoría de las veces le pasaba a él y algunas otras a su familia o amigos o a gente que circunstancialmente compartía lugares públicos con él. Llevaba una vida normal pero siempre no muy lejos de la desgracia, no de grandes catástrofes o de preocupantes desastres pero sí de pequeñas aflicciones o de medianas adversidades.
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