Arremete con la furia del caso el tronco del arca y lo marea en vaivenes delirantes. Cae de rodillas y sigue mezclando la infusión que refregará en tus medias. Salpica su rostro hediondo hervido en arrugas y sonríe.
La pócima póstuma. Los supuestos. El músculo. Tanta lengua de teflón que se apolilla. Un gusano de 6 ojos la observa preparando la cuestión. Un capullo de seda y dos alas quebradas son deformes recuerdos de un olvido melancólico que la atormentan.
Bate la hechicera con sus puños apretados, dolientes, dándole su vida a ese conjuro revuelto de tus cosas. Hila de ésta manera desvaríos de cimbronazos fusionando tu saliva, un beso y las letras que salen de tu mano. No hay lógica en su visión: las partículas que dibujan el aire y la luna en el instante preciso del eclipse son el acorde perfecto para lanzar el último ingrediente en su pócima.
Destapa el envase y de esa profundidad semitransparente cae una lágrima.
Los quejidos de sus huesos, los lamentos de esa alma no son nada cuando su mirada persigue el recorrido de la gota que saliera de tu ojo e impacta choca colisiona en la crisálida licuosa que se estaba gestando.
Y ahora ya sí de pie, la institutriz del maleficio enjuaga su frente y ansiosa apura la estrofa final que acaba de una vez con el hechizo. Y llevando el envase vacío a lo profundo de la caldera lo llena hasta la mitad.
Suficiente, piensa al levantarlo a trasluz.
Apenas un sorbo tuyo para que caigas inocente entre sus piernas.
Ella vuelve a sonreír, feliz.