No sé si se trata del destino, de las decisiones equivocadas, o que uno repite una y otra vez el mismo error.
Mi problema ha sido siempre el mismo: mi baja tolerancia a la frustración.
Durante la adolescencia comencé a advertir una marcada tendencia a querer conseguir a toda costa lo que deseaba; en ese entonces creía que lo mío era tenacidad. Obtenía los mejores puntajes en mis estudios, y en las tareas que desempeñaba no me daba segundas oportunidades. Fallar suponía una catástrofe, y cuando raras veces esto sucedía, me veía arrastrado hacia una profunda culpa e insatisfacción que en algunos casos me incapacitaba durante un tiempo en la toma de decisiones por temor a nuevos fracasos.
En el plano sentimental era aún peor. Recuerdo a mi primera novia; se llamaba Alicia. Me había enamorado de sus ojos castaños, y de aquella piel blanca que me hacía pensar en un campo sembrado de margaritas.
La vida era perfecta cuando ella estaba cerca, y la experiencia de recorrer juntos esos senderos hasta entonces desconocidos donde una caricia, una lágrima, o un beso inocente era casi mística resultaba abrumadora.
Mi equivocación fue creer que nada alteraría aquella felicidad. Perderla significó años de dolor y un largo duelo por un final que no me había permitido entrever.
La sorpresa me descompensó de tal forma que prometí no volver a confiar. Durante mucho tiempo estuve solo. Hasta que conocí a Daniela. Con ella todo resultaba simple y complicado a la vez. Éramos dos almas que se habían reunido gracias a la divina providencia. Disfrutábamos el desconcierto de un sentimiento que parecía crecer en intensidad. Era común para nosotros pasar de una serena plática a la discusión más violenta.
El placer, el juego, las emociones desbordadas, todo parecía valioso. Yo no concebía mi vida sin ella.
Un día dijo que tenía que irse: una beca para estudiar en otro país, y yo, que la amaba tanto, no me atreví a irme con ella.
Descubrir que sentía miedo de los riesgos hizo que comenzara odiarme. Comprendí que esta vez mi cobardía era la responsable de esa ruptura.
Traté de perdonarme, pero creo que nunca lo logré, ni siquiera cuando conocí a Raquel que fue el verdadero amor de mi vida.
Raquel y yo estuvimos juntos solo dos años. Fueron dos años maravillosos.
Murió por mi culpa. En una curva cerrada perdí el control de mi vehículo. Pasaron casi tres meses, ya. Estoy haciendo terapia, claro. Fue lo que todos me aconsejaron. Pero no logro quitarme de la cabeza los “hubiera o hubiese”.
Cada minuto luego de ese accidente ha sido una especie de castigo para mí. Apenas pruebo bocado y no siento deseos de nada.
Durante estos últimos días ni siquiera puedo mirarme al espejo; odio al ser que me mira con su cara de pobre víctima de las circunstancias.
Tomé la decisión hace una semana.
Hoy comprendí que ya es el momento. El alivio se mezcla con una sensación de náusea y deseos de dormir.
Mientras pienso que en unos segundos dejaré de respirar aparece una duda, la descarto y me entrego a mi destino.
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