EL VENDEDOR DE GOLOSINAS
Lo llamábamos “El abuelo” y era el que vendía golosinas en el cine.
Todo era improvisado en aquel cine de mi infancia: el salón de usos múltiples del club de la colonia de inmigrantes europeos donde vivía, que buenamente había sido acondicionado para la proyección de películas, unas filas de sillas de madera distribuidas en dos columnas y un telón blanco donde se producía la magia que despertaba nuestros sentidos, nuestra imaginación y nuestra fantasía.
Hasta el vendedor de golosinas era improvisado. Era un señor mayor, jubilado, que incrementaba un tanto su magro ingreso vendiendo golosinas en el cine. Una gran caja de madera, con algunas dependencias donde exhibía su mercadería era soportada en su cuello por medio de una cinta reforzada.
En los intervalos los chicos nos reuníamos a su alrededor y después de titubear un poco, elegíamos la golosina que más nos atraía, o mejor dicho, la que se ajustaba a nuestro presupuesto (escaso, sin duda).
Yo solía comprar unos deliciosos masticables de varios sabores y como prefería los de menta, y el abuelo no tenía paciencia para elegir los que me gustaban, yo después los cambiaba con mi prima Susana, que prefería los de fruta.
En realidad a las dos se nos iban los ojos por unos chocolates gigantes, con cereal (así decía el envoltorio), pero debíamos contentarnos con mirarlos, lo más cerquita posible, después de preguntar por enésima vez el precio.
Y no éramos las únicas que se tentaban por esos chocolates. La mayoría de los chicos se arrimaban peligrosamente a ellos, y los toqueteaban, pero ninguno se decidía a comprarlos, por razones obvias.
Una noche sucedió lo inevitable: mientras el abuelo contaba el vuelto que debía entregar por una de sus ventas, dos chicos tomaron disimuladamente unos de esos chocolates y echaron a correr. Rápidamente se perdieron en la noche una vez que ganaron la puerta.
El abuelo los alcanzó a ver con el rabillo del ojo, e indignado se dispuso a perseguirlos. Precipitadamente dejó encima de unas sillas vacías su caja de golosinas junto con el dinero recaudado y echó a correr detrás de los pillos.
Cuando regresó, exhauto y desaliñado, y sin haber recuperado su mercancía ya había empezado la segunda película. Buscó su caja y enseguida dejó escapar un grito de desaliento: estaba completamente vacía y no había ni rastros del dinero recaudado. Entonces se sentó poniéndose las manos en la sien. Había invertido sus últimos ahorros en esta pequeña empresa, que era su único capital. En silencio lloraba su infortunio.
De pronto se encendió la luz y la película dejó de proyectarse. Inmediatamente se acercaron un grupo de padres y algunos niños que habían visto la escena, lo palmearon suavemente y le entregaron su caja de dinero. En su ausencia habían vendido la totalidad de las golosinas, y hasta habían hecho una colecta para sustituirle el dinero de los chocolates sustraídos.
El abuelo se recuperó y, aliviado, agradeció el gesto tan solidario de la gente que le había dado una mano.
Los ladronzuelos no regresaron esa noche, y por un tiempo, no fueron admitidos en la sala de cine. No pudieron restituir los chocolates, pero aprendieron la lección, y fueron, más adelante, sus más asiduos colaboradores.
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