La Procesión.
(De los relatos de la Revolución)
La rueca de la vida siguió girando lentamente en aquel lugar perdido en la serranía, vinieron los días de pesadez del cálido verano, luego los atardeceres lluviosos del otoño ahogaban de nostalgia a los habitantes del lugar. En los adultos se entendía porque la inactividad causada por la lluvia les permitía recordar eventos y emociones pasadas, pero era de extrañarse ver en los niños aquellos rostros con ese dejo de infinita tristeza cuando asomaban sus caritas por las puertas o ventanas de las casas donde los obligaban a guarecerse del aguacero. A nadie se le ocurrió preguntarles el porqué de esa actitud, si lo hubieran hecho sabrían que la tristeza de esos niños no era a causa de la lluvia ni de los recuerdos, sino por el mal presagio anidado en sus corazones.
Fue por la noche del segundo día de noviembre cuando aparecieron por primera vez por aquí. Era una procesión de aspecto interminable, caminaban como flotando por el cauce seco del río. Todos en aquella procesión traían al menos una vela encendida en la mano. Llegaron como un susurro imperceptible, casi inaudible, como el zumbido de un enjambre de abejas atolondradas buscando ansiosas una luz como destino final de su peregrinar. Aquel suave y persistente sonido con el cual se anunciaban los caminantes parecía una oración resistiéndose a salir de la oquedad bucal de los penitentes y luego se convertía en un murmullo quejumbroso para terminar siendo sólo un eco lastimoso. Desde lejos parecía, a quienes los mirábamos temerosos, como una endeble lengua de fuego serpenteando cuesta arriba por el cauce seco como buscando un destino prediseñado por alguna entidad superior.
El viejo Tobías pareció reconocer algunos de los caminantes porque se apresuró a agitar por sobre su cabeza a manera de saludo su inseparable sombrero sucio. Nadie le correspondió el gesto, solamente algunos desarrapados que iban entre la fantasmagórica caminata con ropa de la milicia hecha jirones y cargando cada uno de ellos una enorme piedra volvieron la cabeza mostrando una mirada triste y vacua como de muerte.
Las hermanas Gertrudis y Dolores Arizmendi se apresuraron a encerrarse a piedra y lodo en su vivienda, sólo se asomaban por las rendijas de la ventana desde donde miraron pasar entre temerosas y nostálgicas el cortejo fantasmal. La Dolores en un momento sintió grandes deseos de llorar cuando entre los ambulantes distinguió a un hombre de apariencia joven, con jirones de pelo alguna vez rubio y ondulado. Él pareció mirarla a través de la negrura de la noche traspasando las paredes de la casa. La mujer estuvo a punto de llorar, como cuando el capitán al mando del 7º regimiento del ejército federal le permitió, a un costo vergonzoso, amortajar el cuerpo de su prometido. Pero de las oquedades oculares de la mujer las lágrimas nunca aparecieron, el manantial surtidor de tan especial líquido se había secado, como las carnes de su otrora juvenil cuerpo.
Después, todos vimos con asombro como desde el frente de su casa, Chente Pinzón empezó a caminar lentamente hacia el encuentro con los caminantes. Se escuchó por sobre el murmullo de la procesión los gritos de angustia de los hijos de aquel hombre quien no quiso escucharlos porque sólo parecía responder al llamado de alguien que caminaba entre los vagabundos de la oscuridad. Al estar cerca de quienes caminaban extraviados en la noche de los muertos, de entre ellos se desprendió, al parecer una mujer, con una vela encendida en cada mano y fue a su encuentro. Quienes mirábamos desde lejos también empezamos a gritarle al Chente exigiendo, suplicándole regresara porque podía ser peligroso.
Al encontrarse Chente con aquella mujer, ésta le dio una de sus velas encendidas y con gesto amoroso lo tomó de la mano y juntos se incorporaron a la caminata. Al amanecer del siguiente día se había completado la orfandad de los hijos de Chente Pinzón. El mayorcito de ellos, consolaba a sus hermanos diciéndoles que su padre se había ido a recorrer con su mamá todos los cauces secos de esta tierra de sufrimientos, hasta encontrar el lugar común donde algún día se reunirían todos. Dejaron de lloriquear cuando les prometió que a la siguiente vuelta de los errantes, alguno de ellos acompañaría a sus padres.
Desde entonces, hasta muchos años después, cuando los chamacos se hicieron hombres, esperaron la media noche del segundo día del mes de noviembre para ver pasar la procesión de las almas en pena por el cauce seco del río que alguna vez fue dador de vida y con una vela encendida esperaban ver a sus padres para pedirles se los llevaran con ellos. Pobres seres cautivos de la añoranza, en su inocencia, aunque adulta, no comprendían una gran verdad: Los caminos de la vida y de la muerte no dependen de la voluntad de los humanos, sino de una entidad mucho más poderosa.
Todo esto que les cuento ahora, ¡es verdad!, hasta el viejo Tobías, quien siempre trató de ocultarlo, también guardaba una vela con un gran pabilo dispuesto a encenderse en el momento de ser reconocido por alguien y lo incorporara al periplo de las ánimas errantes para encontrar así la oportunidad de redimirse. Era cuestión de esperar, el momento llegará, se repetía el viejo Tobías espantando con paciencia el montón de moscas ansiosas por posarse sobre su cansado y viejo cuerpo.
Jesús Octavio Contreras Severiano.
Sagitarion
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