El técnico forense arrodillado sobre el asfalto húmedo examinaba el cadáver. Era joven, tal vez diecisiete años; igual de bonita que su propia hija.

Un teléfono celular comenzó a timbrar a su lado. Lo ignoró. Juzgó los destrozos de la motocicleta que conducía la joven y calculó una muerte instantánea por exceso de adrenalina y velocidad.
Con rabiosa insistencia el teléfono continuaba timbrando. El técnico observó el lugar de origen de aquel sonido exasperante. Era un pequeño bolso rosado manchado de sangra fresca que aún colgaba del hombro izquierdo de la joven muerta. Miró casi con ternura sus ojos cerrados y pudo ver una chica solitaria y desprotegida en su más infinita soledad.

Sin poder evitarlo metió su mano en aquel bolso y de entre labiales, rubores, espejos y delineadores extrajo el teléfono que aún seguía sonando. Lo activó y escuchó…
…¡Aló, hija aló. Qué pasa, contéstele a su mamá, por favor!...

El forense miró el pequeño teléfono color fucsia y apretándolo entre sus dedos, lloró.