Eliseo Bim Clores se sentía poderosamente atraído por algo que no sabía determinar con exactitud. Cuando finalmente reparó en aquel canto de sirena no pudo por menos salir de su asombro al comprobar que aquellos poderosos estímulos que le subyugaban provenían de una caja cúbica y oscura que habían venido en llamar televisión.
Fue tomar el detergente y hacerse uno con el estropajo. Ni siquiera aquel ingente montón de platos lo desanimaría de cara a empezar con buen pie el fin de semana. Se puso a tope la radio. Contribuía a aquel engrandecimiento el hecho- qué duda cabe- de compartir nombre con el lavavajillas.
Todo influye en esta vida- reflexionó para sus adentros. Fuera llovía. Lo divisaba desde la ventana del fregadero. Un fregadero con vistas, que hacía más amena la labor. Todo se conjugaba- parecía- a su favor.
Lo siguiente era la paz de su habitación y, por fin desde hacía seis días, tiempo para, si quería, en un alarde de dispendio intelectual encender incluso la televisión. El aparato yacía en un rincón en modo stand by haciendo de las suyas, emitiendo modernos, pero no por ello menos eficaces, cantos de sirena al nuevo Eliseo Bim Clores: una especie de Ulises redivivo ( ante todas las amenazas de entontecimiento que acechan desde el nacimiento al hombre moderno y que acercan sobremanera su defunción). Estaba convencido de que había una relación proporcional en general entre estulticia y tiempo de vida. Y de- también- que el aparato que latía en un rincón con el piloto verde encendido tenía bastante culpa de lo anterior.
Sin embargo, y pese a todas estas previsiones, pulsó la tecla porque el mástil de proa de su cabeza no era lo suficientemente resistente ante aquel reclamo sirenil tan tentador.