Bautizo de fuego.
(De los Relatos de la Revolución)
Con muchas penurias la columna comandada por el coronel Ambrosio Román se posesionó a unos cuantos kilómetros de Huautla, población ubicada al sur del estado de Morelos, aquel lugar se había convertido en un bastión rebelde. La operación militar fue planificada por el general Juvencio Robles quien dispuso de cuatro columnas para avanzar sobre el poblado, mientras otras tres quedaron de reserva para cuando se rompiera el sitio, estas se ocuparan de perseguir hasta su exterminio a los calzonudos zapatistas que lograran escapar del asalto a la plaza.
La infantería del ejército federal seguía las técnicas de batalla de la escuela militar francesa, su ataque se operaba en línea, al frente exploradores, detrás de ellos iban los tiradores y luego los sostenes quienes suplían las bajas de las primeras filas y las apoyaban con fuego cuando aquella avanzaba. A este último grupo había sido asignado el nuevo recluta. Una mañana soleada de mediados de marzo, cuatro columnas federales arremetieron contra la población de Huautla. Desde el sitio donde esperaban órdenes los soldados del coronel Ambrosio Román escuchaban el fragor de la batalla, descargas de artillería caían frecuentemente sobre la población desde donde los zapatistas repelían el ataque a tiro de fusil y hasta con mentadas de madre de quienes no tenían un arma de fuego a la mano; mensajeros iban y venían con las novedades del frente de batalla. A eso del medio día la balacera dejó de escucharse, las tropas federales estaban reagrupándose para volver a cargar sobre los sitiados.
Fue la oportunidad para los revolucionarios, un grupo de jinetes al mando del capitán Constancio Farfán se abalanzó a todo galope cuesta arriba por una ladera cercana. La acción fue sorpresiva, en el mando militar de los federales no imaginaban una reacción suicida de parte del enemigo, todavía no entendían que aquellos miserables quienes nunca habían tenido nada, solo una vida de miseria y esclavitud rural llena de oprobio estaban dispuestos a vender muy cara su vida. Producto del ataque sorpresivo de los rebeldes, el grupo de jinetes zapatistas se apoderó de una sección de ametralladoras que los federales acostumbraban colocar en primera línea de batalla a campo abierto. Desde esa posición cubrieron con ráfagas de metralla a sus compañeros sitiados, muchos de éstos abandonaron la población convertida en una peligrosa ratonera y se enfrentaron cuerpo a cuerpo contra la avanzada de la tropa del gobierno, la mayoría machete en mano en el desesperado intento por ocupar las trincheras cavadas por el cuerpo de zapadores de los federales a quienes mandaba el capitán Arístides Fragoso.
La suerte de la batalla estaba echada, la desproporción entre las fuerzas que peleaban era muy significativa, sin embargo, los hombres del gobierno se vieron obligados a recurrir a todos sus efectivos. En la lucha cuerpo a cuerpo la artillería no podía participar y la caballería se vio obligada a desplegar oleadas, reagruparse y volver a cargar a galope, porque los cuerpos de quienes combatían, de los heridos y de los muertos dificultaban el accionar de los jinetes y sus cabalgaduras.
Cuando la corneta de órdenes de la columna del recluta dio el aviso de atacar, éste se abalanzó con furia ciega, como un loco, disparando a diestra y siniestra, en cada combatiente a quien enfrentaba veía el rostro de su rival en amores, el doctor Horacio Molina; luego creía ver otra vez la cara del patrón de su padre sonriéndole burlón sobre el cuerpo desnudo de su madre. Frenético agotaba las balas de un rifle y buscaba inmediatamente un remplazo y seguía disparado, matando, matando, embriagándose de placer al ver como la sangre de las heridas provocadas en sus enemigos escurría incontenible hasta reunirse en un charco pestilente con la sangre de muchos otros. La fiereza mostrada por el recluta en el campo de batalla parecía confirmar aquella estrofa del himno aprendido en el cuartel: “...piensa ¡Oh Patria querida! que el cielo un soldado en cada hijo te dio...” Sólo que en aquel lugar los hijos de la patria se estaban masacrando entre ellos en una desigual batalla fratricida.
Con el atardecer llegó la calma al campo de batalla, las fuerzas rebeldes habían sido aniquiladas, sólo quedó de aquel grupo sitiado algunas decenas de prisioneros. A los zapatistas heridos, los federales los fueron rematando uno a uno en medio de las carcajadas de los verdugos. El recluta solicitó permiso para participar en esa masacre. ¡Le fue concedido!, muchos oficiales fueron testigos de la ferocidad de aquél muchacho enfrentando al enemigo en su bautizo de fuego.
Luego los federales ocuparon la población, sólo encontraron ancianos, mujeres y niños. Los prisioneros, los viejos y los menores fueron encerrados en la iglesia, a los adultos se les haría juicio sumario al día siguiente. Mientras las mujeres de todas las edades se convirtieron en botín de guerra. La mayoría de los oficiales de alto rango y los escrupulosos en un acto de cobardía acamparon en una hondonada fuera del pueblo. Lo que pasara aquella noche en el poblado al amparo del aguardiente, el tequila, la mariguana y de la vileza humana no era cosa de ellos. Seguramente alguno de esos oficiales quienes por omisión permitieron aquellas atrocidades, en el futuro la historia oficial les daría la calidad y reconocimiento de héroes de la patria.
Los cientos de cadáveres de los revolucionarios fueron amontonados con desprecio, nadie le rendirá honores, ni estarán en el panteón oficial de los héroes, solamente el anecdotario popular los recordará como parte de una chusma anodina casi inerme enfrentada a un dictador exigiendo condiciones mínimas para sobrevivir en libertad.
Jesús Octavio Contreras Severiano.
Sagitarion
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