Me decía mi compadre, y uno no le hacía demasiado caso, que todo en esta vida guarda tal relación que causaría pasmo de saberse entre la población normalmente no informada. Con teorías como esta íbamos pasando el tiempo mientras nos aplicábamos con profesionalidad, pulcritud y esmero a nuestro oficio de pintores de brocha gorda. Claro, como profesionales del ramo, sabíamos de las ingentes cantidades que algunos de nuestros colegas de brocha fina ganaban, por lo que andábamos dándole siempre la vuelta a asunto tan conspicuo y nada baladí.
Sin embargo, el colmo de los colmos vino con ocasión de un trabajo que nos encargaron en un importante museo de arte moderno de nuestra ciudad.
Se llamaba el cuadro "paja prensada en equis". Y consistía precisamente en lo que señalaba el título. Allí no había trampa ni cartón. Dos listones en diagonal surcaban el espacio de la obra prensando paja. De la de pajar.
A partir de ahí, mi compañero ya no fue el mismo. Yo se lo notaba.
Pero siguió el tiempo añadiendo canas a nuestra cabeza y achaques a nuestro cuerpo mientras continuábamos desenvolviendo como si tal cosa nuestra actividad. Básicamente, consistente en limpiar y pintar viviendas haciendo mezclas de tonalidades y procediendo según el gusto de los propietarios con la brocha y demás utensilios de nuestra profesión.
Era corriente encontrar en las cocinas protectores de madera que permitían que lo que surtía de guisar no arramblase definitivamente, marcando con su presencia una especie de huella dactilar particular de cada familia, pues por mucho que uno afinase no encontraba dos iguales, el azulejo o la pintura de la pared.
Por este procedimiento, bastaba retirar la tabla para ahorrarse labores engorrosas y difíciles de adecentamiento, y, consiguientemente, de dinero.
Baste decir, para ahorrar tiempo, que las empezamos a comercializar. Con un marco ad hoc y unos cuantos retoques y blindadas con un cristal- por los olores- nos hemos ido haciendo un hueco en el mundillo del arte de la capital.
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