En el Fabuloso Bosque existió una lechuza que vio caer a casi todos los de su especie. Cada día eran menos los ejemplares de aquella majestuosa especie. El Gran Búho había llegado a las puertas de la muerte hablando sobre algo que denominaba próxima vida.
No era secreto para nadie que la visión de aquel Búho —un búho real enorme y viejo— estaba yéndose a pique. Ya no podía encontrar su comida debido a las lagañas que le cegaban cada vez más.
Lejos de estar triste, se le veía emocionado; estuvo débil, pero emocionado. Antes de cerrar los ojos definitivamente pronunció su último discurso a los dos plumíferos presentes, quienes tuvieron el honor de ver al más sabio búho sumirse en el sueño eterno sin una sola expresión de dolor.
Las dos criaturas eran lechuzas, quienes debieron buscar puntos de vigilancia separados. Antes de dejar de verse, se despidieron por si acaso no volvían a encontrarse.
—Hermano —dijo Cóndor, el hermano de Silbido—, tengo mucha hambre. No sé si nos volvamos a ver. Creo que pronto desfalleceré.
—No desesperes, Cóndor. Hagas lo que hagas, no desesperes. Gran Búho se marchó sereno. Pasó más de dos lunas sin poder comer y jamás perdió la calma.
—Pero sus ojos dejaron de ver. Ahora está muerto, Silbido.
—Yo aún mantengo vivas sus palabras. No desesperes; saldrás de esta.
Silbido partió raudo a buscar otro ser como él que pudiera salvarlos de la soledad.
Hacer ruido durante la noche no era una buena idea en el Fabuloso Bosque. Los pequeños roedores eran astutos y, si bien era necesario encontrar camaradas, lo primordial era la comida.
«Gran Búho se fue» se repetía Cóndor distraído. «Volará a la próxima vida como quiso».
Continuaba sin ver una sola presa. Voló casi desesperado, perdiendo toda noción de tiempo y cegado por la frustración de no poder evitar la muerte. Una vez recuperó la cordura se detuvo para vigilar.
Silbido se paró en una rama y se quedó sereno. «Esto es lo último que me queda» pensó «y es lo único que puedo hacer. Nada se me pasará».
Su plumaje parecía hacerlo parte del árbol. Por aquella vez fue los ojos de la naturaleza próximos a morir. Sabía que la muerte pronto lo alcanzaría. Sentía sus fuerzas irse con lentitud hacia el mismo lugar que las de Gran Búho.
«Jamás desesperar» se dijo una vez más mientras tensaba sus patas.
Aún faltaba para el amanecer y aún faltaba para morir.
Cóndor salió de su rama para buscar algún roedor, pero no tuvo suerte. Tal vez su torpe despegue le jugó una mala pasada. O tal vez las veces que chocó contra el follaje de los arbustos. Le costaba mantener la altura y al poco tiempo comprendió qué estaba pasando. «Si me quedo quieto, no podré volver a moverme. La muerte acaba de darme. Ahora sólo tiene que llevarme. Soy su presa» pensó antes de estrellarse contra el suelo.
«Aún falta para que muera. Sólo tengo que hacer lo que sé» se dijo Silbido al avistar un roedor en las raíces de un árbol. Se trataba de una rata; parecía estar tratando de sacar una maleza. El miedo se le notaba. En cualquier momento un ruido lo ahuyentaría y Silbido perdería su comida, pero prefirió esperar. Un movimiento en falso le significaría morir de hambre.
La rata tomó confianza y comenzó a roer la raíz; lo que quería era el musgo. Cuando ocupó toda su atención en la parte baja del árbol, Silbido lo tomó raudo entre sus garras. Lo retorció para quebrarle la columna y, sabiéndolo muerto, comenzó a comer.
—Perdón, pero moriré si no hago esto. Así son las cosas —se disculpaba Silbido mientras le arrancaba la carne.
«Delicioso… Por fin algo de comer. Es lo mejor que me ha pasado en tres lunas» se decía Silbido placenteramente.
Un llamado desesperado resonó no muy lejos. Era una lechuza. Sin duda era Cóndor.
Silbido voló preocupado con la criatura entre sus garras y encontró el cadáver de su hermano en la tierra. Ambos ojos cerrados ya en señal de eterno descanso.
«Primero Gran Búho, luego Cóndor… ahora sólo quedo yo» pensó con tristeza ante el cuerpo.
—¡Por todas las aguas! —exclamó una lechuza emocionada— ¡Creí que era la última! ¡Hey! ¡Lechuzas!
Silbido miró a la lechuza hembra que acababa de llegar.
—¡Por favor! ¡Contéstenme! —prosiguió.
—¡Lechuza! ¡Estoy aquí!
—¿Cómo te llamas?
—Silbido.
—¿Y él?
—Murió hace poco. Su nombre era Cóndor.
Los ojos de Silbido estaban más vidriosos que de costumbre y comenzó a emitir una especie de ululación que en los humanos se traducirían como llanto.
—¿De qué murió?
—No lo sé. Acabo de llegar. ¿Quieres? —dijo señalándole la rata.
—Sí, por favor.
A la lechuza hembra se le notaba no haber comido durante varias jornadas. Se sentía feliz de darle alimento a otro espécimen en tan mal estado como él.
—¿Cómo te llamas?
—Viento. ¿Cuántos más hay?
—No lo sé. Cóndor era la única aparte de mí de la que sabía.
—Bueno —dijo mirando con arrepentimiento—, me devuelves la esperanza. Creí que era la última.
—Por un rato, yo también lo creí.
Viento se acurrucó en Silbido.
—Al menos ahora podremos sobrevivir juntos. ¿Vamos a una rama? Pronto saldrá el Sol.
—Vamos. Al menos tenemos una oportunidad —dijo cerrando los ojos.
«No perder la calma» se dijo echando una última mirada al cadáver de Cóndor.
Moraleja:
un buen cazador espera,
siempre lo hace con prudencia
caza con golpe certero
sin dar paso al desespero.
Pues la muerte es la impaciencia,
y el saber, la vida entera.
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