RELATOS DE LA REVOLUCIÓN
La Carreta.
Era pasada la media noche, en lo alto del cielo la luna llena con su majestuosidad iluminaba aquella carreta de apariencia fantasmal. En el pescante una mujer luchaba denodadamente con las mulas de tiro para obligarlas a avanzar por entre el zarzal. No había caminos a la vista ni se distinguía señal alguna de ser humano en los alrededores. El carruaje en su pesado avanzar iba marcando un camino hacia la nada, porque venían de algún lugar al que jamás se ha de volver y tampoco recordar.
Porque los recuerdo también hieren, hacen daño, lastiman. La mujer que conducía la viaja carreta se resistía a ser avasallada por los recuerdo, no importaba si estos fueran muy recientes. No quería volver a ver en su mente la imagen de su esposo con el cuerpo desmembrado y esparcido en distintos lugares del cuartel de la tropa del 7º de caballería. Se estremecía con el solo recuerdo del gesto babeante, con ojos extraviados a causa del alcohol y de la marihuana del capitán de aquel maldito batallón. Le repugnaba volver a sentirse —como en medio de una terrible pesadilla— penetrada violentamente por todas sus cavidades.
La vieja carreta se balanceó violentamente con un ruido quejumbroso cuando pasó por una pequeña hondonada, al tiempo que la mujer dio un grito de dolor por el movimiento inesperado, soltó las riendas y se llevó las manos al abultado vientre. Un fuerte dolor en el hueso lumbar acompañado de un escalofrío le avisó estar a punto de parir. La experiencia acumulada en el nacimiento de cada uno de sus dos hijos dormidos dentro del viejo vehículo le daba certeza a su sospecha. No era el tiempo previsto por la naturaleza para estos casos, pero al ser sometida durante todo el embarazo al extremo abuso sexual desencadenó aquel prematuro final.
Con el siguiente espasmo maldijo mil veces al capitán del 7º de caballería, quien dio la orden de descuartizar al médico del pueblo — su esposo — haciéndolo responsable de la locura de su hermano y de la huida del mismo con rumbo desconocido. Fue una ejecución innecesaria e inmerecida por infundada, porque el pobre médico hizo todo cuanto estuvo en sus manos para salvar aquel herido. Cuando pusieron al herido bajo los cuidados de su esposo, el soldado herido traía una bala incrustada en el cerebro.
La destreza como cirujano y la experiencia acumulada curando víctimas de aquella guerra fratricida permitieron al doctor extraer la bala de entre la masa cerebral del herido, pero no alcanzaron para evitar las secuelas postoperatorias. Así que el hermano del capitán desde su convalecencia mostraba ratos de extravío, en donde no recordaba ni siquiera quien era, mucho menos donde estaba y le daba por correr como un endemoniado víctima de agudos dolores de cabeza que sólo le menguaban tomando tequila en grandes cantidades y fumando marihuana. Hasta aquella desdichada madrugada cuando salió aullando por el dolor y en medio de una loca carrera traspuso los límites del campamento tomando por sorpresa a los centinelas apostados de guardia en esos momentos. Nunca más se le volvió a ver, se lo tragaron las sombras de aquella noche tenebrosa.
El siguiente día fue de trajín en el campamento, varios grupos salieron en distintas direcciones en busca del soldado enloquecido. El atardecer los vio regresar apesadumbrados y con las manos vacías. Al despuntar el alba del día siguiente la tropa fue reunida en el centro del pueblo, ahí se dispuso el cadalso para el doctorcito. Cada uno de sus brazos y piernas fueron atados al extremo de una cuerda y estos a la silla de un brioso corcel en donde sus jinetes tenían la orden de espolear sus cabalgaduras en distintas direcciones hasta desprender los miembros del condenado. Un alarido de muerte se escuchó en aquel lugar, la soldadesca acostumbrada a semejantes actos de barbarie no pudo reprimir un gesto de desaprobación, pues el médico había curado las heridas de varios de ellos. Para completar el atroz castigo el capitán tomó a la esposa del ajusticiado como su objeto sexual, durante tres meses la sometió a cuanta aberración se imaginó, hasta un amanecer cuando la descubrió vomitando, entonces se dio cuenta que estaba preñada. Sin importarle ser el causante de aquel embarazo la puso en manos de aquellos elementos de su batallón con los más bajos instintos. Así, aquella pobre mujer se convirtió en una “rodadora” más, es decir, aquella mujer quien por las noches donde se hacinaba la tropa daba satisfacción sexual a un soldado y cuando éste se satisfacía, simplemente rodaba hasta estar al alcance del más cercano y así hasta ya no ser requerirla, al menos por esa noche, por ningún otro. Esto duró hasta aquella madrugada en que otras soldaderas se apiadaron de ella y la ayudaron a escapar en complicidad con la guardia de turno a quienes pagaron el favor con licor y sexo.
Sí, la mujer preñada quien conducía aquella carreta estando a punto de parir, maldecía al capitán del 7º de caballería, a su suerte, a su destino, hasta a Dios. En medio de la oscuridad, el dolor y los recuerdos la hicieron derramar lágrimas de odio e impotencia. Por eso confundió con los destellos de la aurora aquellas luces lejanas. Limpió el llanto con un andrajoso rebozo con el cual cubría la cabeza y entonces vio con toda claridad de donde provenían aquellas luces, salían de dos construcciones rústicas ubicadas a una considerable distancia.
A pesar de los intensos dolores se llenó de alegría, azuzó a las mulas para obligarlas a jalar con más fuerza y empezó a gritar pidiendo ayuda. La emoción desbordada y el esfuerzo incrementaron los dolores y se volvieron más intensos y con mayor frecuencia. Siguió gritando, los niños despertaron y se unieron al escandaloso coro. La mujer sentía desfallecer, un escurrimiento le anunció lo inminente del parto, intentó gritar más fuerte, pero en tanto aumentaban los dolores sus fuerzas menguaban, a punto de perder el sentido vio a un hombre quien se acercaba con prisa, paliacate en mano. Era un rostro que le recordó algo. Fue lo último que vio, un desmayo acudió oportuno a su persona.
En aquel amanecer tristón, un débil vagido anunciaba en aquella población carente de todo, hasta de nombre, el inicio de una nueva vida en medio del dramatismo, antes del tiempo necesario, como rebelándose a lo establecido por la naturaleza misma. Fue un niño escuálido, sietemesino, quien pareció sonreírle a aquella mujer flaca y vestida de negro que llevaba de la mano a otra mujer quien al alejarse siguiendo la luz del nuevo día volvió el rostro cuajado de infinita tristeza para despedirse de él con un gesto de resignación.
En el código genético del recién nacido quedó registrado el recuerdo de aquella mujer acompañada de la enlutada desvaneciéndose en la luz de la mañana y la certeza de haber visto partir para siempre a… su madre.
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