Me siento a pensar, mientras el amor se desliza suavemente por las rendijas de mi corazón, mientras se desvanece por los barrotes, por la cárcel que es mi alma. Empiezo a recordar cuando eramos felices, cuando nos reíamos por las mañanas y nos entrelazábamos con ternura por las noches, entre pasiones febriles y amores ardientes.
Afuera las nubes crepitan, llueve a cántaros, la tierra, ahora baldía, suplica por clemencia. Debajo, en sus raíces, pernoctan cadáveres de jóvenes que murieron demasiado pronto, que se les coarto la posibilidad de disfrutar de los placeres de la vida.
Madres desconsoladas lloran a sus hijos, féminas derraman lágrimas ácidas por los esposos que nunca volverán. Y yo que en mi obscura habitación espero con ansias la llegada del sol, uno que se niega a aparecer.
Me siento cansado, mi espalda está hecha jirones por culpa del desgastado respaldo de la silla. No tengo más posesiones que este viejo asiento y mis cavilaciones. Vuelves a mi memoria como una quimera, para hacerme entender que lo nuestro se acabo y no habrá un mañana, el alba no vendrá con la palabra reconciliación debajo de sus rayos candentes. Mi cabeza es un torbellino, una tormenta indómita de imágenes inconexas y desalentadoras visiones. El mundo está convulsionado, viviendo los últimos estertores de su existencia, la sociedad ya no soporta tanta mentira, miseria y avaricia. La naturaleza y la fauna están hartas de las continuas faltas que el hombre les ha infligido, de los suplicios que les ha hecho pasar.
Observo por la ventana, la lluvia a cesado, el cielo comienza a despejar, un reconfortante tinte azul rebrota en el firmamento y unos tímidos rayos amarillos se traslucen entre las nubes. Al parecer la esperanza sonríe al ser humano una última vez, sin embargo, dudo que esos bríos logren encender mi corazón opaco, la llama de mi espíritu se ha apagado. Me quedo dormido en mi vieja silla, puede que el mundo haya sido salvado pero no para mi. |