TAN TAN, TAN TAN.
Creía amarla con locura. Era bella y voluptuosa como una sacerdotisa del amor. Con manos aterciopeladas diestras en las caricias, las conocidas y las que inventaba. Prolija al besar, en todas las formas y lugares.
Eran tantos los atributos de aquella mujer, que no atinaba encontrarle algún defecto. Ni siquiera aquella verruga en la parte interior de su muslo derecho, como si fuera una señal de advertencia para no tocar un poco más arriba.
Ah, pero lo que más le gustaba de ella era su melodiosa voz, susurro pasional, caricia enardecida cuando la escuchaba decirle constantemente: — Mi amor eres tan bello, tan inteligente, tan bueno en la cama, tan joven, tan fuerte, tan bien dotado, tan vigoroso, tan genial y tan especial…
Aquella madrugada, después de haber intentado por enésima vez cumplirle sexualmente sin lograrlo y escucharle aturdido la misma cantaleta de siempre, se levantó del lecho y fue al baño a buscar las pastillas azules para mejorar la situación. Al estar frente al espejo, y al impacto de ver reflejada la verdad en su imagen… Empezó a odiarla.
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