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ALONDRA Y ALFONSINA III


Primicias.


La cabaña donde se habían guarecido los recién casados tenía espacio suficiente para mantener alejada a la incómoda suegra quien casi de inmediato, por el cansancio del viaje quedó dormida en un camastro entre ronquidos escandalosos. En el otro extremo sobre el piso apenas cubierto por unas cobijas encontradas en el lugar, yacían insomnes las hermanas siamesas. Doña Licha había previsto aquella embarazosa situación y proporcionó camisones individuales a sus hijas con la sana intención de mantener el cuerpo de Alfonsina a cubierto de la mirada libidinosa de su yerno mientras él y Alondra consumaban su matrimonio como Dios y la naturaleza mandan.

Clemente mientras tanto, sentado en una silla desvencijada fingía leer con interés un libro viejo sustraído de un destartalado baúl que alguna vez tuvo tapa, en la portada del libro se alcanzaba a leer a pesar del polvo acumulado por el tiempo: “El Matrimonio y la Concupiscencia. San Agustín”. Por azar del destino el hombre abrió aquel desgastado libro justo donde decía: “V. 6. Siendo las cosas así, evidentemente yerran los que piensan que se condena el matrimonio cuando se reprueba la pasión carnal, como si este mal viniera del matrimonio y no del pecado. ¿Acaso no dijo Dios a los primeros cónyuges, cuyo matrimonio bendijo, creced y multiplicaos?”

En una situación tan especial como la de aquella noche, ninguna lectura puede apartar de la mente de los involucrados el llamado de sus instintos, aunque el texto fuera escrito por el mismísimo San Agustín. Clemente en realidad estaba dejando pasar el tiempo necesario para que surtiera efecto el potente somnífero suministrado por doña Licha a su hija Alfonsina, con la intención de evitarle a la siamesa estar despierta cuando Clemente y su esposa consumaran al fin el matrimonio.

Clemente había superado la congoja, la curiosidad y el morbo mortificante de imaginarse haciendo el amor con Alondra literalmente “pegado” al cuerpo de Alfonsina. Ahora hojeaba y cerraba el libro, repetía la operación, luego colocaba en el piso el librejo sin ninguna consideración, lo volvía a tomar y fingía leerlo otra vez con interés. El expectante esposo estaba a punto de estallar en una crisis de ansiedad pues ninguna de las dos siamesas parecía tener sueño. Las hermanas entre bostezos, miraditas de complicidad y discretos cuchicheos entre ellas parecían tomar con calma indiferente las premuras de Clemente. Sólo rompieron su mutismo cuando a la par estallaron en risitas al percatarse cuan interesante era para Clemente aquella lectura, pues parecía ensimismado en el texto aun cuando estuviera el libro al revés.

Un rato después la siamesa Alfonsina pareció quedarse dormida. Clemente fue muy cauto, decidió esperar un poco más para evitar una situación desagradable. Mientras tanto, después de una mirada de tácito acuerdo con Alondra, el hombre decidió entretenerse en la contemplación imaginada del cuerpo desnudo de aquella. Finalmente esa es la mejor visión de la mujer amada, pues es la imagen que queremos ver aunque esta imagen no corresponda a la realidad. De esta forma Clemente como Pigmalión a su Galatea fue formando el paisaje corporal de Alondra. El anhelante esposo entrecerró los ojos para “mirarla” mejor, después de todo el paisaje corporal de una mujer desnuda, incluso en la imaginación, no puede extenderse indefinidamente, pero si puede profundizarse. Así, Clemente en un estado de abstracción se imaginó y se sintió también él como un monstruo bicéfalo en delirio erótico babeado en la entrada de la gruta siempre custodiada por la tarántula mítica en donde se mezclaban entre ciénagas vivas el salobre y el rocío enrojecido de las primicias de su mujer. En tanto Alondra, expectante, cubría sus ansiedades bajo el celaje discreto de sus pestañas, mientras su libido al ritmo de una tonada frenética casi gritaba:

— ¡Arráncame la ropa con tus uñas y dientes y abre surcos de placer en mi espalda, pues yo sabré recompensar tu agónica espera empapando tu lirio sin cáliz cuyo pedúnculo está enraizado en los pantanos del deseo!

— ¡Atrévete a desnudarme y prueba goloso el fruto maduro sin la cascara inútil de la decencia que ya le he quitado!

Luego cerró los ojos y con el cuerpo flácido parecía esperar el arribo a su lecho del flamante esposo. Al menos esa fue la impresión de Clemente, quien con premura apagó el candil, única fuente de luz dispuesta para alumbrar el lugar, en la penumbra se desnudó y se aproximó tembloroso a las siamesas. Estaba confiado en lo eficaz del somnífero aplicado a Alfonsina, por ello no comprobó si estaba realmente bien dormida. Con delicadeza despojó de la ropa a su esposa quien no daba muestras de enterarse del asunto. Actitud interpretada por Clemente como signo del pudoroso recato de su mujer. Al ver la desnudez de la siamesa olvidó casi por completo la presencia tan cercana de la otra hermana y saboreó por anticipado de la miel contenida en aquellos turgentes senos a los que colmó primero de besos amorosos para pasar después a los frenéticos apretones, como si estuviera exprimiendo naranjas, caricia salvaje tan acostumbrada por los hombres cuando la ansiedad erotizada empieza a gotear como lágrimas involuntarias de los ciegos.

Con lujuria creciente acarició palmo a palmo la superficie desnuda del cuerpo de Alondra sin encontrar respuesta a su voluptuosidad. Enseguida pretendió mojar sus labios temblorosos con el néctar virginal floreciente para él y… ¡El cíclope tuerto tocó frenético muchas veces la campanilla de la puerta abierta sin candado ni cerradura tan dispuesta a dejarlo entrar! Se escuchó entonces aquel prolongado suspiro-lamento gutural próximo al paroxismo que enardeció aún más a Clemente. Pero el suspiro-lamento no salía del cuerpo de Alondra, sino del de Alfonsina quien se estremecía a cada caricia de Clemente en la intimidad de su hermana siamesa. El hombre se detuvo muy sorprendido, se incorporó un poco y miró expectante el rostro de Alondra esperando alguna reacción. ¡La mujer estaba profundamente dormida! Desconcertado la zarandeó para despertarla, ¡fue inútil! Era como si el somnífero lo hubiera tomado Alfonsina y el efecto lo manifestara su hermana siamesa. ¡Le quedaba claro!, las hermanas compartían, al menos en parte, el sistema nervioso. Entonces… él había estado preparando a su esposa narcotizada para el coito, mientras quien gozaba sexualmente fingiendo dormir era Alfonsina.

Hubo un cierto malestar y desencanto en el ánimo de Clemente. Pero aquella parte de su cuerpo erecta lo apremió con reclamos urgentes y dejó de divagar en pequeñeces para dar rienda suelta a sus maquinaciones obscenas: Humedeció con saliva su dedo índice y sin dejar de mirar el rostro de Alfonsina inició un toqueteo en el clítoris y la vulva de Alondra. Primero muy despacio, al mismo tiempo acariciaba el aura y los pezones de la mujer. En la medida que el rostro de Alfonsina enrojecía por la excitación y aumentaban los estremecimientos de su cuerpo todavía cubierto por el camisón, de igual manera Clemente incrementaba el ritmo de sus caricias en el cuerpo de Alondra. Algunos minutos después el interior de la cabaña se llenó de suspiros y jadeos y el cuerpo de Alfonsina convulsionaba por el infinito placer anidado en sus entrañas… Finalmente Alfonsina entre abrió los ojos y con mirada vidriosa y voz anhelante le dijo a Clemente: ¡Ven!

¡El hombre fue!, con un salto cuya elasticidad envidiaría cualquier felino, en un santiamén estuvo sobre la mujer, de un tirón subió el camisón de aquella, dando al traste con las prevenciones de la suegra y sin ni siquiera apuntar bien, en la primera embestida llegó al fondo de aquel mar en celo. El alarido de Alfonsina resultó apoteótico, de tal estridencia fue el lamento de la mujer que doña Licha de un brinco se incorporó de su camastro, solo para volver a caer de rodillas al presenciar aquella escena llena de lujuria. ¡Pecaminosos, sacrílegos! Gritó la vieja santiguándose varias veces y por una extraña razón, solamente ella sabía el motivo, se acordó de su querido hermano Crescencio. Mientras tanto Clemente en medio de su frenesí sexual al menos tuvo un breve chispazo de agradecimiento hacía el padrecito Chuy por obsequiarle aquellas pastillas azules y un destello de conmiseración para el oriental con quien intercambió sus imanes reductores y extensores del pensamiento por la tinta china de aquél, milagroso elemento que le permitió crecer, engrosar y endurecer su autoestima sexual. Los alaridos de placer de Alfonsina se repitieron varias veces el resto de la noche y hasta las primeras horas de la mañana. Ya casi para dormirse exhausto y satisfecho Clemente intentó tararear como un epitalamio aquella canción escuchada en la radio durante su visita a un pueblo perdido en lo más alto de la sierra. El locutor de la estación radiofónica serrana mencionó el nombre del autor, un tal Sabina: “Que todas las noches sean noches de boda, que todas las lunas sean lunas de miel…”

Casi al mediodía Alondra despertó de su sueño profundo, encontró a su hermana siamesa irradiando felicidad y contra lo acostumbrado, de muy buen humor. — ¿Qué pasó anoche? Preguntó a la hermana, apenas abrió los ojos.

— ¡Nada!, la lujuria es solo un anécdota en mi vida, nada digno de contarse. Contestó Alfonsina en melodioso Náhuatl.

—Ven, bañémonos, estoy sucia y debo asear mi cuerpo. Agregó con un mohín de picardía.

Apartadas de la casa en un lugar improvisado para lavarse el cuerpo, ya en medio del necesario aseo corporal, las hermanas iniciaron aquel ritual inventado por ellas de manera instintiva, era un rito a la concupiscencia, una ofrenda al dios Anteros y la glorificación a Safo en una absoluta complicidad filial. Entonces las manos de Alfonsina, con dificultad y todo, buscaron las partes sexualmente sensibles de su hermana, quien no ofreció ninguna resistencia. Por el contrario, también con dificultad orientó su cuerpo como una invitación al placer. Después de todo, era una situación cientos de veces repetida desde su pubertad. Los dedos de Alfonsina diestros en los actos lésbicos, ahora convertidos en enloquecidas anguilas penetraron la gruta de Alondra quien erotizada arqueaba el cuerpo para facilitar la penetración y alcanzar con premura el éxtasis al compás de las descargas eléctricas que parecían producir cual anguilas, los dedos de su hermana. Alondra durante el acto amatorio no daba alaridos como Alfonsina, se limitaba a gemir quedito. Estaba claro que su hermana había logrado tal empoderamiento en su voluntad que llegaba al orgasmo solo entre gemidos y espasmos corporales para no delatar aquel obsceno ejercicio.

Cuando estaban más excitadas en su acto erótico las sorprendió Clemente. Al verlas, no dijo palabra alguna, una vez superado el aturdimiento provocado por aquella visión y procesada la realidad de los hechos consumados, el hombre se desnudó y con desparpajo y ansiedad libidinosa se incorporó al dueto para formar un trío que al poco rato convertiría aquel sitio en un carnaval de lo inverosímil en grotesca lascivia, en donde ellos solo eran una comparsa melodramática danzando al ritmo fatal impuesto por el destino…

______________________

La historia de estos personajes no termina ahí. Podría contarles mucho más, pero el lapsus de sobriedad que me permitió referir aquellos acontecimientos, ahora mismo está a punto de terminar, ello me obliga a ir en busca de mi licor norcoreano para sumergirme en mi estado natural de embriaguez.

No por eso piensen les he dicho mentiras, solo soy un personaje de origen humilde. Dicen, con algo de astucia, muy simpático —eso lo digo yo—, algo sinvergüenza y descarado, acostumbrado a pasar hambre y que sobrevive gracias a su ingenio en un mundo hostil y cruel, siempre bien acompañado por la soledad donde sobrevivo… ¡Pero jamás un mitómano!

Lo afirmo, este relato me parece dice la verdad. Después de todo cada uno de ustedes puede imaginar y agregarle lo que quiera. Ya lo dijo Luigi Pirandello en su obra Seis personajes en busca de autor: “Cada fantasma, cada criatura de aspecto monstruoso, para llegar a existir debe tener su propio drama. Es decir, un drama del cual sea personaje y por el cual es personaje. El drama es la razón de ser del ente grotesco, es su función vital: lo necesita para existir".

Entonces… cada quien con su drama, cada cual con su carga de anormalidad, al fin y al cabo yo solo soy el borrachín del pueblo.






Texto agregado el 25-02-2016, y leído por 363 visitantes. (13 votos)


Lectores Opinan
29-02-2016 Sabia que el final no decepcionaría, ¡pero no imaginé de que manera! Un despliegue de imaginación cuasi obscena equilibrado con la calidad y maestría que pocos tienen. Agradezco haber leído ésta historia. Saludos! TuNorte
26-02-2016 Pienso que tu relato está muy bien logrado, no dejas ningún detalle al azar. Aplaudo tu creatividad , procesamiento y astucia para concretar una historia de aquellas para recordar. Te felicito. Un abrazo dulce. gsap
25-02-2016 Pensé que no acabaría bien la historia, pero la has llevado a un trio feliz. Excelente 5* grilo
25-02-2016 Un final grandioso. Una historia que finaliza con gran intensidad narrativa, de un hecho insólito que se puede considerar inverosímil, cargado de genialidad y un pensamiento florido para recrear la realidad de la historia que se describe. Aplaudo con honestidad tu pluma. !Muy genial! Saludos. NINI
25-02-2016 Ah! Excelente final para una historia que tranquilamente puede ser real. Como dicen los chicos hoy: "caduno caduno". Saludos. PiaYacuna
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