| Él me habló del amor, del crudo viento que no lo abandonó,
 de los puñales, que años antes, clavó,
 de lo vacío que, a veces, se sintió.
 
 Aunque no hacía otra cosa que escribir,
 mis años perdidos volvió a confundir
 y acercándome a su morada,
 todo fue inútil para mí.
 
 Él me sonrió,
 largando el humo
 de esa margarita que fumaba,
 soltando, al azar, unos dados
 que de sus manos escapaban.
 
 La fricción de sus dedos en mi piel danzaba
 mientras con inquietud, él,
 mis piernas acariciaba,
 el cristal se quebró,
 y se cavaron los deseos,
 que ardieron como brasas
 en su corazón de lobo hambriento.
 
 Él fue mi última deriva,
 mi última parada en esta vida,
 sabiendo que a ningún lado me llevaría,
 me cegó la dulzura que se adentró en mis pupilas,
 me intoxicó el amor que mis labios probarían,
 y perdí la migración de esperanzas
 por desazón a los días y mi tardanza.
 
 Él escribió
 sobre sus risas e ironías,
 sobre la profunda ternura y la distancia
 que lo constituían.
 
 Rememoró en su conciencia,
 el complemento de pecados y locura
 que sus demonios revestían,
 recordó el desamor de aquellos tiempos,
 donde la humanidad de los sujetos
 al mejor postor se vendía.
 
 Vislumbré, nuevamente,
 el reflejo de esos años
 que a la vuelta de cada esquina lo acecharían,
 tejí en mi mente,
 cada palabra de amor
 que entre poesías me recitaría,
 rasqué e infecté cada herida.
 
 Él me dijo que era mejor que me fuera,
 porque sus actos  en el pasado
 no habían sido buenos,
 y que esto no debía continuar así,
 porque sus problemas me iban a destruir,
 porque esas raíces de amor
 que me entregó,
 enredadas en nuestros corazones
 morirían de destierro y deserción,
 presintiendo el fin.
 
 Pues, me fui
 y mil veces pensé
 que siempre todos tenemos ALGO
 por qué volver
 y que a pesar de no lamentar nada,
 maldigo la dulzura que intoxicó mis labios
 porque el dolor no cesará
 mientras dure el daño.
 
 
 
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