Por ella
No me gustaba dar clases a domicilio. Pero andaba corto de dinero y acepté. Cuando vi a quién tenía que enseñar computación, se me fue el alma por el suelo.
Rolo se dio cuenta y escondió una sonrisa que explotó a mis espaldas. Pensé en renunciar, mas no pude.
Mi “alumna” tenía unos sesenta años y aparentaba diez más.
Debía aprender cosas elementales. Enviar correos, contestarlos, grabar e imprimir.
Cualquier chica de la secundaria sabría hacerlo. Pero la esposa del jefe no quería “cualquier chica” como secretaria. Quería a Angustias.
Fue difícil enseñar y a ella aprender. Algo tan fácil como enviar un e-mail le parecía una ecuación algebraica, pero lo logré. Unas horas después, ella tenía una dirección electrónica, sabía enviar mensajes y tarjetas. Fin de la primera lección. Y el pago de mi primer cheque.
Invité a Rolo unas copas en el bar de la esquina. Se burló de Angustias y sus dificultades con la Informática.
-Por la cara de vinagre que tiene, aseguraría que sigue siendo virgen- sus carcajadas indicaban que la cerveza estaba haciendo efecto.
-Es probable-contesté
-Oye,¿ por qué no le regalamos un novio?
Y ahí urdimos el plan. Sencillo. Enviaríamos correos a su dirección electrónica.
Forjamos la personalidad del nuevo tipo. El nombre nos llevó media hora y media docena de cervezas. Quedó Pierre, Rolo lo había oído en una película francesa.
La edad, nos llevó menos tiempo. Unos diez minutos y tres cervezas. Nos pareció bien 49 años. Y el estado civil nos llevó dos minutos. Sería un soltero solitario.
Cuando finalizamos nuestro proyecto estábamos más ebrios que amigos en despedida de soltero.
Llegamos tambaleándonos a mi departamento. Encontramos un resto de whisky en la cocina y le hicimos los honores. Abrí la computadora y escribimos la carta. Enviamos la segunda. La primera la botamos. No creímos conveniente una cita a ciegas de entrada.
No aceptaría. Lástima. Porque nos mataríamos de risa por el plantón, si ella acudiera.
Escribimos algo sencillo. Muy simple, para mi gusto. Pierre decía que se sentía muy solo. Creía que ella también.. Que perdonara la osadía de esa comunicación. Pero intuía que eran dos almas gemelas y solitarias que podrían alcanzar una “comunión” electrónica.
Mientras enviaba el mensaje, oí unos estrepitosos ronquidos. Rolo, dormido en la silla. Lo empujé y lo dejé en el sofá.
Al día siguiente nos olvidamos de todo.
Fui por la tarde a la oficina. Tenía una hora para enseñar a Angustias. Ahí recordé todo. Pregunté si había enviado y recibido correo y contestó que sí. Un leve rubor tiñó sus mejillas, cuando hablé sobre el tema. Cuando regresé a casa, no encontré ningún mensaje para Pierre.
Rolo me preguntaba cada día si había contestación. Yo decía que no. Hasta que se olvidó del tema. Yo también. Siete días después la sorpresa.
Había respondido.
Leí sin interés. Muy a pesar mío, me agradó su carta. Hasta me hizo pensar que estaba mal lo que había hecho.
Me contaba sobre su soledad. La alegría de conocer a una persona solitaria que tal vez pudiera convertirse en amiga. Describió el dolor de vivir solo, sin amigos, con palabras tan sencillas que me llegaron al corazón. Comprendí algo muy importante. No sólo ella estaba sola. Esa situación que describía para sí, no me era desconocida. Yo estaba rodeado de gente, amigos y familiares. Pero me sentía igual. Solo. Es la situación en la que sabes que nadie te comprende y te hace el candidato número uno para el título de “Solitario perfecto” Así que no confundan. Un solitario puede estar en cualquier parte, no sólo aullando a la luna, sino rodeado de una multitud, en una mesa de borrachos, gritando con ellos. Nadie sabrá que sus gritos son pedidos de auxilio. Nadie. Ni el que grita. Pero yo lo supe al leer su carta.
Y comencé a responder todos sus mensajes.
Angustias y yo fuimos almas gemelas. Confidentes. No existían barreras. Ella no sabía quién era yo y tampoco preguntó. Ni mis datos físicos. Yo hacía abstracción del suyo. Sólo le pedí llamarla Agnes. Aceptó.
Con ella aprendí mucho. Se puede ser feliz sin tener cosas que parecen necesarias. Que la soledad tiene fin cuando encuentras a alguien que piensa como tú y te hace un lugar en su corazón. Sólo debes pagar con la misma moneda. Que todos tenemos una parte oscura y una que lucha por salir hacia la luz. Fue una consejera a quien me unía una relación muy especial. Ella me llenaba con un bagaje de pureza, claridad y amor. Y yo amaba esa sensación de saber que alguien me quería cómo era.
Jamás imaginó que el muchacho que le enseñaba computación supiera todo de ella. Me apreciaba. Una vez le pregunté si tenía amigos virtuales y su rostro se iluminó.
-Sabes, debo darte las gracias. Por tus enseñanzas y tu paciencia, puedo manejar algo de Informática. Tengo un secreto- Y sus ojos adquirieron un brillo diferente.
-Me alegro-repuse con sinceridad.
-Conocí a la persona más noble del mundo. Se llama Pierre. Es un alma sencilla y llena de amor. Somos muy amigos y su amistad me llena de felicidad.
-¿Lo conoce?
-Más que a mí misma.
-¿Es buen mozo?- bromeé.
-No lo sé, ni me importa. Sólo sé de la belleza de su alma.
Un día todos estaban alborotados en la oficina.
Pregunté qué pasaba. Un beodo había atropellado a Angustias por la mañana. Estaba en el hospital.
Pregunté en cuál y fui a verla.
No quería que muriera. No quería que me la quitaran ¿Quién me daría la paz que me daba? ¿La serenidad que me infundía? ¿La sensación de sentirme querido, amado?
Ella no tenía a nadie. Sólo a mí. Al Pierre que vivía en mí. Que necesitaba sus cartas tan hermosas, sus sentimientos tan intensos. Esa mujer era mía. Y el Pierre que había construido para ella, también la amaba, como tal vez no volviera a amar nunca.
Algunas enfermeras preguntaron si tenía parientes. Contesté que no. Dije que era un amigo.
Todo era muy limpio, muy ordenado, muy frío. Ese frío que de alguna forma congela el corazón.
Y ahí estaba Angustias, mi Agnes, llena de vasos entrándole y saliéndole del cuerpo, con los ojos hundidos y una palidez cadavérica impresionante.
Un doctor joven comentó sin emoción alguna que estaba muriendo. Era cuestión de horas.
El jefe se presentó. Dijo que no repararan en gastos. Su esposa, previsora, planeaba ya el mejor funeral.
Y yo, no dije nada.
Acerqué una silla a la cama y me senté. Tomé una de sus manos cuidando no mover la aguja donde goteaba el suero.
Y le hablé con el pensamiento.
-Aunque tú no lo sepas, yo te amo. Creo que te amaré siempre. Me hiciste conocer un mundo diferente, en el que no creía. Y la existencia de sentimientos. Y que están para decirnos que todo puede cambiar con amor.
Ella abrió los ojos. Los volvió a cerrar. Convulsionó brevemente. Y quedó quieta. Pensé que se había ido. Pero no. Los abrió de nuevo, fijó sus pupilas en las mías y dijo:
-Envía a la dirección de mi amigo este mensaje.
Murmuró con voz apenas audible:
“Pierre: Debes saber que te amo. No preguntes dónde iré. No te lo diré. Pero sepas que desde ahí te voy a seguir queriendo. No contestes esta carta. Ya no estaré. Búscame en una estrella. Ahí no hay computadoras todavía. Pero sí alguien que te amará siempre. Sé feliz. Agnes.
Me hizo repetir la dirección y el mensaje dos veces.
Murió con una sonrisa en los labios.
Salí a la calle. No sé dónde fui. Caminé despacio, eludiendo los charcos que había dejado la última lluvia. En ellos se reflejaba una luna pensativa acompañada de una temblorosa estrella que con cómplices guiños tiritaba en el cielo. La miré fijamente.
-Trataré de ser feliz-me dije.
Por ella.
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