Alguna vez un diseñador confesó: “Siempre hay un momento en el que uno se cuestiona si lo que está haciendo le gustará a Anna Wintour o no. El que en este trabajo diga lo contrario está mintiendo”. En realidad no exageraba: la revista Vogue es considerada la biblia en cuestiones de moda con ganancias en publicidad de más de 345 millones de dólares al año. Y si la publicación es palabra sagrada en la industria, su editora en Estados Unidos desde 1988 es dios.
Anna Wintour es considerada la fuerza más influyente en el mundo de la moda. Cuando le preguntan qué es lo que no tolera, es enfática al afirmar que la mediocridad: “Si veo una colección y siento que el diseñador ha sido perezoso o ha tomado inspiración de otros, eso no solo me aburre sino que me enfurece”, explicó hace algún tiempo en una entrevista con el programa 60 Minutes. Cuando eso sucede, su respuesta no es criticar abiertamente el trabajo del creador. En lugar de eso, su estrategia es el silencio. Ese diseñador no aparecerá en las codiciadas páginas de Vogue, con el claro mensaje de que lo que no sale en la revista simplemente no existe. Por eso los diseñadores se desvelan por su aprobación. Tanto es así que enloqueció a los organizadores de una reciente Semana de la Moda de Milán cuando dijo que solo iría un par de días: todos los diseñadores hicieron llamadas de emergencia para volver a agendar sus presentaciones de manera que ella no se las perdiera.
Quienes trabajan con ella o han tenido la oportunidad de conocerla, aseguran que “la jefe” no acepta un “no”. Su voluntad siempre se impone y no hay dos posibles respuestas a sus solicitudes: “Si recibo una petición para hacer algo que no quiero, primero recibo un mail, luego una llamada de alguien de Vogue, y entonces sé que es imposible molestarme en decir que no, pues la próxima llamada será de Anna”, aseguró al Wall Street Journal el creador Marc Jacobs. Y es que Wintour fue para él una especie de hada madrina, pues tiempo atrás, cuando el diseñador y su socio no tenían dinero, la editora convenció al magnate Donald Trump de que les prestara el salón de fiestas del Hotel Plaza para un desfile. Tampoco pudo negarse a su petición Bernard Arnault, dueño del conglomerado de artículos de lujo LVMH (Louis Vuitton Moët Hennessy), de que contratara al diseñador John Galliano para trabajar en la marca Dior. Gracias a sus amigos influyentes se las ingenia para conseguir lo que quiere: ella no amenaza ni ruega, pero deja claro que si uno de sus deseos es cumplido, la revista apoyará a quien la beneficie.
La publicación funciona como una dictadura, ella es quien tiene la última palabra, algo que ha funcionado teniendo en cuenta el prestigio del millonario imperio que ha construido. “Me gusta estar encima de todo. Leer hasta el último pie de foto. He comprobado que la gente hace las cosas mejor cuando estás pendiente de los detalles todo el tiempo”.
A Anna Wintour la han llamado “genio”, “una estrella”, como la calificó Oscar de la Renta. Pero mientras sus más cercanos amigos y leales colaboradores que llevan a su lado veinte años la definen como una máquina de trabajo, de energía inagotable, con una visión única, capaz de hacer las mejores predicciones, sus detractores, entre ellos algunos de sus exempleados, se han encargado de mostrar su lado más cruel y temible. Su característico impecable estilo, con su corte perfectamente milimétrico, sin un pelo fuera de lugar, es el reflejo de su férrea disciplina. Sus gafas oscuras de Chanel, que ha usado tanto en exteriores como en recintos cerrados, aumentan la impresión de que es impenetrable. Ella misma ha explicado que funcionan como una armadura: “Cuando estoy en un desfile, si estoy aburrida, nadie lo notará. Y si estoy disfrutando… nadie lo notará”. No le gusta que la gente lea sus emociones. Cuentan que su oficina muestra claramente su personalidad inalcanzable, pues luego de un largo pasillo, que podría parecer una pasarela, al fondo, alejado, está su gran escritorio. Hasta ese lugar llegó una joven en busca de trabajo que contó su amarga experiencia al periodista Jerry Oppenheimer, autor de una biografía no autorizada de Wintour: “Anna fue muy, muy fría y contradijo todo lo que yo decía. Es muy atemorizante. Mis conocidos me dijeron que era mejor no trabajar con ella, que todos en Vogue eran miserables y vivían aterrados por esa mujer. Muchos de los que trabajan a su alrededor son homosexuales, los únicos a los que ella no asusta. La verdad es que a Anna no le agradan las mujeres, lo que es bastante curioso tratándose de la editora de la revista destinada a público femenino más influyente del mundo”.
Según Oppenheimer relata en su libro, la periodista espera que en su revista los empleados tengan cierto estilo y los elige por su apariencia: “La gente que trabaja aquí tiene que lucir de cierta manera. Si alguien no ha cambiado su estilo en seis meses… algo no está funcionando bien”.
Su leyenda negra cuenta que la editora odia el contacto visual, que si un subalterno tiene la mala suerte de toparse con ella en el ascensor, es mejor no mirarla, ni tratar de ser simpático con una charla irrelevante. En realidad a Wintour no le interesa ser amable, asegura que cuida de sus amigos, pero que “trabajo es trabajo” y prefiere no perder el tiempo en conversaciones triviales. Ella misma ha explicado que sufre de déficit de atención y que por eso exige a sus asistentes que resuman en una línea lo que quieren decirle en lugar de explayarse en explicaciones que no va a oír.
Es tanta su obsesión por no desperdiciar un minuto que es amante de la puntualidad. Critica a los diseñadores que hacen esperar a su audiencia en los shows y ha dicho que por eso extraña al fallecido Gianni Versace, “el único que siempre empezaba puntual”. Por eso es la primera en aparecer en la escena con sus típicos tacones de Manolo Blahnik, su celular y su libreta de apuntes. Y si no es la primera en llegar es porque, para no perder tiempo, llamó previamente al diseñador para preguntarle la hora exacta de inicio del desfile. En su rutina diaria aplica la misma máxima: se levanta a las 5 de la mañana, por lo general juega tenis, aunque ciertas dolencias, a sus casi 63 años, la han alejado de las canchas ocasionalmente. Luego viene la sesión diaria con un estilista profesional, un capricho costeado por la revista, que según dicen le paga al año doscientos mil dólares para su ajuar personal, además de su salario estimado en cinco millones de dólares anuales. Luego, a las 8 de la mañana ya está lista en su oficina, ubicada en Times Square. Es tan disciplinada que no se permite subir de peso, es talla cuatro y por eso alguna vez fue descrita como “un insecto glamuroso”. Al parecer es poco lo que come, y habría dicho que no le gusta masticar, y su dieta, la mayoría de las veces, se limita a sándwich de huevo con mayonesa y puré. Además, por lo general, no se permite estar por fuera de casa después de las 11 de la noche, aunque se trate de una fiesta organizada por ella. De hecho, durante mucho tiempo, para Wintour, una mujer divorciada, era importante estar con sus hijos, Charles y Katherine Schaffer (quien siguió sus pasos y es periodista), a las 6 de la tarde, pues “la revista va a estar ahí siempre, al día siguiente”.
Su carácter demandante y gélido le ha valido ganarse apodos como Nuclear Wintour o Winter (un juego de palabras con su apellido e “invierno”), algo de lo que a veces se burla con un humor seco, pues rara vez responde a las críticas. Es famosa la novela El diablo viste de Prada, escrita por una de sus exasistentes, Lauren Weisberger, donde la protagonista, una joven recién graduada con ansias de ser periodista, debe trabajar para una editora implacable que hace peticiones imposibles y trata de ineptos a quienes no le cumplen. El libro fue exitosamente llevado a la gran pantalla con Meryl Streep en el papel de la intransigente Miranda Priestly, al parecer una caricatura de Wintour, quien asistió a la premier vestida de Prada. Entre sus más feroces críticos se encuentran los defensores de los derechos animales y la organización Peta, pues Wintour no oculta su afición por las pieles. En una oportunidad fue atacada con un pastel de tofu, y en otra le lanzaron un animal congelado. Ella se limitó a recogerlo con una servilleta mientras seguía tomándose su infaltable café. Sin embargo, un día decidió vengarse y respondió a las protestas enviándoles a sus detractores un jugoso filete de res.
Verdad o leyenda, lo que nadie discute es que ella funciona como una Midas de la moda: lo que ella señala tiene éxito. “Todos los diseñadores revisan lo que Anna piensa sobre cuáles son las últimas tendencias. Ella les da una idea de lo que el público quiere y para lo que está listo, aseveró alguna vez el editor de Condé Nast, el grupo editorial al que pertenece Vogue. De esta manera su palabra tiene un eco no solo en los creadores, sino también en los compradores y en las tiendas, que deben prepararse.
Al parecer Anna siempre tuvo un afinado sentido de la estética y la moda. De niña, aconsejaba a su padre, Charles Wintour, editor del periódico británico Evening Standard, con ideas para que la publicación fuera más atractiva para los jóvenes. Asimismo, también recibió la influencia de su madrastra, Audrey Slaughter, editora de revistas. Anna habría heredado la vena periodística, así como uno de sus hermanos, que es editor político del diario británico The Guardian. Su padre tenía fama de ser estricto no solo con sus hijos, sino también con sus empleados. “Es cierto, pero miren lo que pudo crear, un gran periódico. Y ciertamente yo aprendí de él: la gente responde bien a alguien que se muestra seguro de lo que quiere”, explicó Anna en una entrevista.
Pero de joven siempre se sintió extraña en una familia llena de intelectuales y de hermanos que tenían éxito académico. Ella ni siquiera pudo terminar el colegio en Londres y decidió que no iría a la universidad. Aun así, sus padres la obligaron a tomar clases de moda, pensando en sus intereses, pero ella se retiró con la excusa de que “o sabes de moda, o no”. En los 70 empezó a trabajar en el mundo editorial en la revista Harpers & Queen. “Recuerdo al editor decirme que Anna no era escritora, pero que tenía algo más, una visión especial, y que algún día ella nos daría empleo a nosotros”, confesó al diario británico The Independent, una colega. Luego se trasladó a Nueva York para seguir en Harper’s Bazaar hasta llegar a Vogue en 1982. Las malas lenguas dicen que cuando su editora Grace Mirabella la entrevistó, le hizo la pregunta de rigor acerca de qué trabajo deseaba. Wintour habría respondido: “El suyo”. A los seis años lo consiguió.
En la edición norteamericana, la nueva editora inició una revolución similar a la que una de sus antecesoras y su inspiración, Diana Vreeland, había logrado años atrás, buscando fotos llamativas en exteriores y con temas novedosos, no solo referentes a estilo de vida. Se encargó de volver la moda un show completo y por eso empezó a incluir celebridades en sus portadas, como Kim Basinger, Nicole Kidman, Renée Zellweger, Hillary Clinton y Oprah Winfrey. Cuentan que a esta última le advirtió que no la dejaría aparecer en Vogue si no bajaba de peso. Quizá por esto la han acusado de elitista. Sus biografías revelan que en una oportunidad sus reporteros trabajaban en un artículo sobre cáncer de seno, basado en el testimonio de una mujer del común. Wintour exigió que en lugar de esa fuente consiguieran a una empresaria famosa aquejada por el mal. También la tildan de beneficiar a algunos diseñadores, no por su talento, sino por sus conexiones con figuras poderosas. Quienes la defienden dicen que el elitismo es propio de la moda y que Vogue se encarga de “educar nuestros ojos y afinar nuestro gusto”. Alguien más sostuvo que la revista se ha enfocado en mostrar la belleza como una construcción, “no un simple regalo”, que puede ser disfrutada más allá de los 40 y los 50 años, y que, a diferencia de otras publicaciones, no está plagada de consejos sobre cómo aplanar el abdomen o cómo conquistar a un hombre. Lo que enseña a las mujeres es cómo darse gusto.
Sea lo que sea, Anna Wintour ha hecho suya la cruzada de apoyar nuevos talentos por medio de la Fundación CFDA/Vogue. Gracias a actos benéficos ha recaudado más de diez millones de dólares para asociaciones que luchan contra el sida y cerca de cincuenta millones para el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York. En los últimos años, además, no ha dejado de aparecer en la escena política, por su vínculo con las campañas de Obama, tanto que se ha especulado que está buscando una embajada. Sin embargo, frente a rumores sobre su retiro, las directivas del grupo mediático han dejado saber que habrá Anna Wintour para rato, pues su poder no pasa de moda. No pudo haberlo expresado mejor R. J. Cutler, director del documental The September Issue, sobre la edición más ambiciosa de Vogue: “Uno puede hacer una película en Hollywood sin el respaldo de Steven Spielberg y sacar un software en Silicon Valley sin Bill Gates. Pero es muy claro que uno no puede triunfar en la industria de la moda sin la bendición de Anna Wintour”. |