El yate se destaca entre los demás por su gran tamaño y por su aspecto sofisticado. Imagino que en unos minutos partirá hacia alguna de las islas del delta. Lo observo mientras la gente que pasea por allí conversa sobre las típicas cuestiones que interesan a los turistas: excursiones, comidas, recuerdos de viaje, fotografías.
El cielo y el río son idénticos. El rojo de las flores de seibo contrasta con los distintas tonalidades de verde. Una ligera brisa sopla desde el noreste. Hace calor.
En la cubierta del yate una mujer se tiende en una reposera. Debido a mi experiencia profesional noto que no se encuentra bien.
Un hombre baja apresurado; la congoja se refleja en su rostro. Mi intuición me dice que debo presentarme; tal vez puedo ser de utilidad.
-Amigo-le digo- ¿Necesita ayuda? Soy médico.
-¡Dios mío! Usted ha caído del cielo...claro que necesito ayuda...mi mujer...está descompuesta...me llamo Carlos. Venga por aquí, por favor.
Ambos subimos a la embarcación. La mujer sigue recostada en la reposera.
Me acerco, le hablo en tono suave. No contesta. Compruebo que los signos vitales son estables. Tomo sus manos; pregunto qué le sucede. Su cuerpo tembloroso indica que tal vez padece una crisis de pánico.
-¿Cuál es su nombre?-pregunto al marido.
-Sofía-responde ella-me llamo Sofía.
Observo una intensa angustia en su mirada.
-Tranquilícese, Sofía. No hay motivo para alarmarse -le explico.
-Gracias, doctor-dice con voz apenas audible.
-Puede llamarme Juan, si lo desea. No tiene por qué agradecerme. Necesito hacerle una pregunta, Sofía: ¿esto le ocurre a menudo?
-No. Es la primera vez.
Advierto que está mintiendo y me pregunto cuál será la razón.
-¿Quiere contarme algo? ¿Se siente angustiada?
Sofía niega con la cabeza.
Sospecho que no quiere hablar del tema. Dejo de preguntar.
-Bueno, Sofía, yo la encuentro bien. Igual no estaría de más consultar con su médico de cabecera para que le indique algunos exámenes de rutina. Aquí le dejo mi tarjeta por si desea pasar por mi consultorio.
Luego de los pertinentes saludos, comienzo a retirarme.
-No se marche- pide Sofía -¿Le gustaría realizar un paseo con nosotros? estábamos a punto de salir a navegar.
No soy una persona sociable, pero contesto que sí. Supongo que la soledad tiene relación con mi respuesta.
Comienza el paseo. El trato cordial de la pareja me hace sentir cómodo.
La vegetación exuberante, el sol veraniego, el agua mansa invitan al descanso. Almorzamos frugalmente; la conversación gira en torno a temas triviales: el clima, la belleza del paisaje. Recibo información de la flora y fauna del lugar. Carlos se explaya sobre su gusto por la pesca; me muestra un arpón que a veces utiliza para atrapar peces. Al rato se retira a descansar.
Sofía propone que la acompañe mientras el yate va atravesando canales cada vez más apartados de la civilización. Ella ama esos parajes aislados. Sin darme cuenta comienzo a contarle la historia de mi vida. Le confieso mis fracasos sentimentales; ella me cuenta acerca de su gran frustración: no ha podido tener hijos.
Llora sobre mi hombro; su necesidad de desahogarse me emociona.
Poco a poco me entero de los detalles íntimos de su relación de pareja. Empiezo a comprender la razón de los ataques de pánico. Siento un profundo deseo de ayudarla y se lo digo.
Finalmente habla de los malos tratos, los celos, las amenazas, su miedo a las represalias. Pienso en lo azaroso de la vida. Me encuentro paseando por el delta con dos desconocidos cuando por la mañana mis planes eran simplemente tomar un poco de aire a orillas del río.
¿Será el destino? ¿Tal vez está mujer estaba reservada para este momento de mi vida? Comprendo que me necesita y yo a ella. La abrazo.
Me embarga una sensación de plenitud; sé que estoy viviendo el instante que siempre añoré y a punto de besar sus labios presiento que será único e irrepetible. Entonces siento el arpón que me atraviesa y caigo al río mirando los ojos grises que apenas empezaba a conocer.
|