Es sabido que lo monos se rascan la panza con la llave de sus jaulas. Es un puño a la libertad.
Un hombre busca su bastón que perdió en la oscuridad. Eligió mal el punto de apoyo. No tuvo el tiempo de pensar.
Ahora el miedo a tropezar y caer forma parte de su locura, su único universo.
Urge reflexionar y sacar enseñanzas, seguramente es lo mejor que le resta de hacer, a este punto. Es en esto que el hombre se diferencia de los primates y va, de descubrimiento en descubrimiento, simpre más y más alto, hacia la luz. Ahora que ya no lo tiene más, se da cuenta de qué cosa era realmente su bastón.
Para comenzar de algún lado hay que decir que el bastón pertenecía a una rama caída de un viejo cerezo de campo. Flores blancas, frutas negras, grandes, aromáticas y muy sabrosas. Quizás por qué se cayó esa rama del árbol. El viento, un temporal, la larva de algún coleóptero o de alguna mariposa nocturna. No le fue dado conocer la causa. Por otra parte son más los efectos, que las causas conocidas en la naturaleza de las cosas.
Por haber perdido su bastón lo embargó, de improviso, una desconocida intensidad emotiva, algo así como recuerdos tenaces de sus años de escuela y que muy pronto pudo -por ese influjo repentino de su memoria antigua-, dejar de pensar y buscar explicaciones y causas.

¿Por qué la conoció ya de viejo, por qué no se encontrarían cincuenta años antes? No, está bien así, no tendremos el tiempo de detestarnos, de vivir la violenta amargura de ver nuestras juventudes que nos abandonan, de recordar con náusea la antigua embriaguez de los sentidos. Es necesario saber ver cómo están las cosas. Cuando nos abrazamos y nos apretamos, por cierto que no es un gran qué, en comparación a los inagotables ardores de la juventud.
A los leones y las leonezas sus exigencias y a nosotros las nuestras.