Grigori no tenía muchas ganas de estar dando puntadas, y menos con esa aguja posesa que al primer descuido parecía soltarle picotazos arteros; pero el hecho crudo era que debía terminar de zurcirle las panzas a las marionetas conocidas desde años atrás como “Los Pupos”, pues la semana anterior “El Gran Puponiovich Petruchenko” lo había descubierto haciendo estupideces, y no dudó ni tantito en escarmentarlo con la infame labor que desarrollaba.

Los desatinos por los que purgaba su condena Grigori no serían la gran cosa ante los ojos de los profanos; pero sí lo eran bajo la mirada imperturbable de Petruchenko: haberle soltado exabruptos a Los Pupos para desquitarse de un pleito con su novia Mariochka, y para colmo el enredar a la mala los hilos legendarios de los monos que a esas alturas ya habían recorrido el imperio ruso de cabo a rabo, evocando leyendas de tiempos investidos por el halo de la santidad.

Por eso Petruchenko determinó que las hiladas de los vientres de trapo de los muñecos debían ser cambiadas por otras, y no dudó en equipar con aguja y carretes a Grigori para que aprendiera a temperar el carácter irascible que tantos contratiempos le suscitara.

Sin embargo no habría el gran conflicto si Grigori sólo fuera algún miembro más de la compañía que dirigía con severidad de zarets el gran Petruchenko, ya que su maestro se habría limitado a llamarle la atención luego de prohibirle por una semana las raciones de vodka que dispensaba entre sus huestes.

Pero ocurría que Grigori era el nieto natural de Petruchenko, y por desgracia el único miembro de su linaje a la mano para heredar el imperio de sus Pupos, ya que Petruchenko intuía que en cualquier instante la Parca extendería hacia él la inexorabilidad de sus falanges osificadas por las eras.

Por esa razón y no por otra, Petruchenko asumía como un deber el transmitirle su conocimiento al muchacho aquel más ocupado en seducir a las ninfas que adornaban con los matices de su voz las trovas con las que Petruchenko remataba sus espectáculos.

De modo que día tras día el abuelo echaba mano de su paciencia monacal para no ponerse verde ante los enojos que le ocasionaba el nieto, quien apenas era capaz de zarandear las figurillas siempre inanimadas bajo su tutela.

Pero Grigori no parecía escarmentar, de manera que aprovechó la ausencia del viejo para meterle cuatro balines a uno de los Pupos, murmurando una oración a san Basilio para que Petruchenko efectuara sus maniobras dramáticas y se espantara cuando los títeres perdieran la compostura, balanceándose para todos lados cual si los impregnara el impulso larvario que estremece a los frijoles saltarines.