Cuando llegaban las vísperas de fin de año, contaba los días que
faltaban para ir al campo de mi abuelo paterno. En mi tranquila niñez de
niño pueblero, hacía volar mi imaginación cabalgando mi manso petiso
alazán y ondeando palomas en las tórridas siestas de los campos de Alem
Cué. Por lo general, me adelantaba a mis hermanos, tal vez por razones
bastantes fundadas de malcriadez por parte de mis abuelos.
Salimos de madrugada, el sol apenas trazaba una delgada línea roja en el
horizonte, cuando el viejo Ford A de mi abuelo ya se abría paso con sus
luminosos ojos saltones en los senderos de tierra y piedras mercedeños.
Detención obligada era la panadería de Moyo, en donde cargábamos tres
inmensas bolsas de arpillera con galletas marineras que durarían unos
dos meses y medio de nuestra estadía campestre.
Recuerdo ese verano, nos acompañó un hermano de mamá. Justo en esa
época a tío Beto le coincidió un franco que le dieron en la conscripción. El
tío Beto, mote familiar inventado por un hipotético gurí al no poder
pronunciar el complejo nombre de Alberto.
Una tarde, luego de comer una jugosa sandía amarilla de la huerta de mi
abuela y que había sido enfriada desde la mañana en el fresco y oscuro
vientre del aljibe del patio, me invitó mi tío a visitar unos familiares cuya
casa distaba a unas cuatro leguas de la nuestra.
Entre mate y mate de mis tíos y entre los juegos con mi primo Huguito, se
hicieron como si nada las siete de la tarde. El sol comenzaba a
empurpurar el horizonte de los campos correntinos. Cuando,
seguramente alertado por el típico ruido de cotorrales regresando a sus
nidos, escuché a mi tío proferir; se hizo tarde, tenemos que volver.
Los peones ensillaron nuestros montados que estaban pastando
tranquilos en el piquete del campo. Nos despedimos sin muchas vueltas y
salimos al trotecito por el senderito del monte, poblado de chañares y
algarrobos, por donde habíamos llegado. El canto de las cigarras de
enero y el poncho oscuro de la noche de pronto nos envolvió.
Mientras escuchaba el familiar canto de los grillos, los shhhh de las
lechuzas y los esporádicos muuuuu de las vacas me asaltaron los cuentos
nocturnos de los peones luego de la cena.
Me gustaba unirme al fogón de los paisanos, en donde la ronda de mate
era el dogma cotidiano. A mis seis años, aun no sabía tomar mate, así que
solo atinaba a escuchar. Se entremezclaban historias de la luz mala, de
cementerios, lobisones y de la llorona, matizados con tesoros enterrados
por remotos conquistadores españoles y el infaltable jinete sin cabeza. El
miedo me ganó la primera batalla.
En esa noche sin luna, la oscuridad mas intensa finalmente nos devoró. El
primer indicio del rumbo perdido fue que comenzamos a transitar por un
sendero pantanoso. Nuestros caballos tambaleaban pisando los tacurúes
del bañado y emitiendo en cada paso un sonido aventosado a causa del
lodazal. Al fin, mi tío soltó lo que no quería imaginar…
Parece que nos perdimos Jorgito.
No dije nada. El pajonal del bañado comenzaba a lastimar mis piernas,
lamenté no ponerme pantalones largos esa tarde. Y bueno, hacia calor,
me auto excusé. Claramente se percibían a nuestro paso el sibilante
culebreo de las sabandijas. Levanté las piernas por instinto.
La oscuridad era absoluta y solo el bufido del caballo de mi tío que iba
adelante me daba una cuota de tranquilidad.
Soltemos las riendas Jorgito, los animales sabrán que hacer. Atino a decir.
Obedecí de inmediato y paso a paso, con el agua rozando nuestros estribos, que yo levantaba de vez en cuando, avanzábamos lentamente,
hacia ninguna parte.
Ignoro por cuanto tiempo trajinamos por el insondable estero. Hasta que
de pronto, los animales se inmovilizaron.
Sentí en mi pierna izquierda el frío metal de un alambre, pude palpar un poste. El instinto de los animales nos había conducido hasta… ¡un
alambrado!
Estamos salvados! Dije para mi mismo.
Sigamos el alambrado. Exclamó mi tío, con voz de alivio.
Anduvimos un buen rato hasta llegar a lo que palpando se nos
presentaba como una tranquera. Levantamos la vista y la pudimos divisar.
Nunca pensé que tan diminuta lucecita ilumine tanto un camino.
Esa noche, los peones de la estancia, temiendo lo que nos pasó, atinaron
a colgar en la rama de un árbol, un sol de noche, nuestro faro salvador,
que junto con el instinto de dos nobles animales nos condujeron de
regreso sanos y salvos en la noche más oscura de la cual tenga memoria.
JV- MMXIV en memoria de mi tío Beto. |