REFLEJO
Me sentí cansada aquella tarde, por lo que tan pronto logré deshacer un par de compromisos me fui directo a casa. Entre en mí habitación, convertida en un verdadero caos y sin pensarlo demasiado me tendí sobre la cama. El calor resultaba insoportable, tanto que tuve miedo de sofocarme pues mi boca comenzó a secarse muy rápido e incluso me invadió una sensación de leve mareo. Sin demasiado interés tomé la carta que desde hace tres días esperaba en el velador. La observé con detención, el remitente era aquel laboratorio que me ofreció, por recomendación de mi suegra, participar en un experimento para probar un nuevo producto que atenuaba las arrugas y por el que me ofrecieron una interesante suma. Los párpados me pesaban demasiado así que decidí dejarla otra vez sobre el velador y dormir un rato. Puedo leerla mañana pensé. Antes que el sueño me venciera por completo comencé a recordar.
Los ojos eran lo más siniestro de la diminuta figurilla. La vieja parecía frágil a causa de su extrema delgadez. El año pasado cumplió los 90, pero su cuerpo no experimentaba los cambios esperados en razón del transcurso del tiempo, por ejemplo no se observaban signos de encorvamiento en su espalda, evidenciando además una agilidad infrecuente en los ancianos, incluso de menos años que ella. No obstante aquella aparente fragilidad, la mirada resultaba feroz, en mi opinión reflejo de una rabia existencial inmutable que se agitaba en su interior y que la dotaba de una capacidad infinita para extraer energía de todos cuantos la rodeaban. Daba la impresión de estar envuelta por un halo oscuro, lo que provocaba en la gente que se cruzaba con ella la necesidad imperiosa de alejarse corriendo, pues las sensaciones de angustia que los embargaban cuando estaba cerca resultaban indescriptibles.
En su rostro no era posible encontrar la serena expresión que suelen tener quienes han llegado a la última etapa de la vida, no era un rostro amable, por el contrario, una expresión dura en él, de permanente pesar, un rictus amargo en los labios, y sobre ellos, una nariz interminable, ganchuda, verrugosa…
Otro aspecto peculiar de la vieja era un desasosiego continuo, una molestia constante por el solo hecho de estar viva. Lo más terrible de todo es que ese malestar resultaba contagioso, estar junto a ella llenaba de incomodidad, apagaba el entusiasmo sin motivo y la tristeza se instalaba en el alma de un momento a otro. Lo más curioso de todo es que a sus hijos les resultaba imposible la retirada, la vieja era dueña de tal habilidad para subyugarlos, que todos terminaban quedándose inmóviles, incapaces de articular ni siquiera una palabra que desafiara sus designios.
Yo fui simple observadora de estos hechos aun cuando en los inicios también consiguió intranquilizarme un poco con su perturbadora forma de ser. Me costaba entender que de un ser así hubiese podido nacer un alma tan sensible y dulce como B. Es por ello que cada vez con más fuerza quise alejarlo de la vieja, de su influencia nefasta y de paso librarme también yo de su presencia.
Con el tiempo aprendí a neutralizarla, a tal punto que su carga negativa y amarga terminó resultándome inocua y el escudo que construí me dejó completamente a salvo. Ella lo supo siempre, al observar como B. lograba avanzar cada día unos milímetros más hacia mi orilla separándose de ella.
La distancia entre nosotras comenzó a generarse casi de manera imperceptible, el olvido involuntario de mi cumpleaños, una frase a medias, un silencio que para los otros resultaba natural, nada reprochable en ella ni en mí. Nadie pareció percibir el enfrentamiento que se desató entre la vieja y yo el mismo instante en que B. entró en mí vida. La batalla fue siempre fina, sutil, discreta, aun cuando recurrió a toda triquiñuela que pudo para no perder la atención de sus hijos, sobre todo la de B., que para ella significaba mucho más que un trofeo. En mi caso, elegí la indiferencia, no faltaron las excusas para ausentarme cada vez más seguido de las reuniones familiares. A nadie pareció extrañarle mucho mi comportamiento, ya que estaban cada día más agobiados por las frecuentes y acuciantes demandas de atención y las imposiciones formuladas por la vieja.
Transcurrieron varios meses, en los que pude dimensionar toda la intensidad de su ser, en especial lo simple y efectivo de los métodos a través de los cuales gobernaba la vida de los hijos, haciéndolos bailar al son de la macabra danza de sus deseos. Aquello era lo que me resultaba más incomprensible, la total ausencia de instinto maternal, no era generosa y jamás se puso ni por un momento en el lugar de los otros, todo giraba en torno a ella.
La batalla soterrada continuó durante un tiempo, hasta que por fin pude comprobar que era yo quien estaba ganando terreno, lo que debo confesar me llenó de alegría. Lejos estaba de imaginar cuan equivocado era mi incipiente optimismo.
Fue un viernes cualquiera, honestamente no recuerdo cuando, en que desayunábamos junto al jardín. El sol brillaba, las bugambilias florecidas, en su máxima expresión. B. leía el diario mientras yo simplemente me regocijaba una vez más por haber logrado que en un mes completo no tuviésemos que acudir al “besamano” en casa de la vieja. Fue entonces que la calamidad se sentó a nuestra mesa, de la noche a la mañana nos vimos atrapados en su espantosa telaraña.
- Mamá me pidió que te entregara este folleto, algo sobre un laboratorio y arrugas creo - dijo B. extendiendo su mano hacia mí.
Laboratorio SYPATOLAV busca interesados en participar en un experimento…
Despierto, pero algo no está bien, no reconozco el lugar en que me encuentro, miro hacia la mesita de noche, la carta ha desaparecido.
Vuelvo a cerrar y abrir los ojos y suspiro con alivio, todo está como de costumbre, la carta continúa en el mismo sitio. La tomo entre las manos y con una lentitud exasperante la abro. Hay solo dos frases escritas en ella: “La fórmula funciona. Después de dos días los efectos ya no se revierten”
No sé con exactitud cuánto tiempo habré dormido, pero siento el cuerpo más cansado que antes. Me dirijo al cuarto de baño, abro el grifo de agua helada y me mojo la cara pensando que esto del laboratorio debe ser un intento de la vieja para congraciarse conmigo pues sabe que está perdiendo la batalla. Sin prisa levanto la cabeza para observarme en el espejo y la expresión de espanto que contemplo me eriza los cabellos. En el reflejo, los ojos eran lo más siniestro de la diminuta figurilla.
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