Lenguaje y sentido común
“Aún cuando todos los expertos coincidan, pueden perfectamente estar equivocados”
Bertrand Russell
En el texto anterior sobre las emociones mencioné la porfiada costumbre que tenemos de dividir el mundo en dos dimensiones, y en cómo esta dualidad condiciona a su vez nuestra visión de las cosas. Es un círculo, no diré vicioso, pero sí obstinado que cuesta romper por cuanto nuestro lenguaje se basa asimismo en una estructura de sujeto/predicado: “la casa blanca”, “el presidente negro”, “los políticos son farsantes”. Basta revisar superficialmente a los filósofos más reconocidos de la historia y veremos cómo cada uno de ellos establece, según sus ideas, dos grandes avenidas del conocimiento humano. En este sentido, desde Platón y Aristóteles la cosa viene mas o menos dividida entre idealistas y empiristas, esencialistas y materialistas. Sin embargo, este último tiempo la filosofía ha dejado un poco de lado estos manoseados tópicos y se ha dedicado a “deconstruir” estas ideas clásicas. La cultura, la sociedad y el lenguaje, entre otros, son ahora los temas más recurrentes. Es el llamado posmodernismo.
Las preguntas que surgen en el mundo de hoy son innumerables por cuanto vivimos una crisis de “verdad” y, según el concepto de moda, nos movemos en un contexto sociocultural “líquido” que carece de sentido y respuestas. Frente a estos enormes desafíos e incertidumbres intelectuales, uno, pequeño insecto con intensiones de no suicidarse, busca y se refugia en algunos conceptos, aunque añejos, que le den un mínimo de sensatez a su miserable vida. Nuestra necesidad de comprender nos mantiene a flote, ahuyentamos los tiburones y buscamos tierra firme. ¿Por dónde empezar? ¿Qué hacer? Empecemos por el pensamiento, por la relación que tienen nuestras ideas con esa cosa que está allá afuera y que llamamos realidad, lo que se resume en la eterna cuestión de cómo adquirimos el conocimiento. Nada muy original, lo sé, pero las preguntas son las mismas desde hace 2.500 años y yo no pretendo cambiar el rumbo de la humanidad en este precario texto. El tema es peliagudo y abstruso, pero amanecerá Sancho y medraremos. Y como ya muchos filósofos han adelantado bastante, me subiré a rama del lenguaje, que a mi parecer es la conexión más clara entre “yo” y el “mundo” y desde allí me agarraré al sentido común. Sin pretensiones, lo advierto.
Aquí vamos. Al darle nombre a las cosas y a los hechos inevitablemente estamos categorizando, clasificando y ordenando el mundo en géneros, tipos y niveles. En general los filósofos han coincidido (no todos, por cierto, por eso digo “en general”) en que una buena forma de comenzar a entender este asunto es analizar la naturaleza de acuerdo a las cosas y sus propiedades, o en términos más profanos, desde lo material y lo abstracto: ideales y apariencias en Platón, cualidades primarias y secundarias en Locke, fenómenos y noúmenos en Kant, etcétera. Bertrand Russell, uno de mis filósofos favoritos y en el que me apoyaré aquí, también ha hecho su aporte a la cuestión del conocimiento. Mi amigo es matemático, empirista y ateo (él describe su filosofía como “atomismo lógico”), es decir, se inclina por la realidad científica, una racionalidad metódica y la descripción de hechos concretos. Yo, simple mortal y muy lejos de concebir disquisiciones a ese nivel, cuando camino por ahí y observo a la gente y reflexiono un poco caigo en la cuenta que casi de manera automática al intentar comprender el mundo lo vamos significando y encasillando con ideas preconcebidas. Es una actitud conservadora pero muy difícil de evitar. Ves a un canis lupus familiaris paseándose despreocupado, por ejemplo, y dices “he ahí un buen perro”. Con esta simple frase pronunciada en pocos segundos involucramos una cantidad enorme de información de manera inconsciente: decir “perro” implica relación directa entre eso que apreciamos por los sentidos y nuestras ideas que, dicho sea de paso, tienen sin cuidado al animal. La palabra es el vínculo, pero, más que esto, que a simple vista parece una perogrullada monumental, el lenguaje supone la doble función de concretar un conjunto de ideas y plasmarlas en una serie de sonidos y, aquí viene lo entretenido, de expresar un conocimiento privado de forma pública. Yo sé que es un perro, con todo lo que ello supone, pero ¿los demás estarán de acuerdo conmigo? ¿y si fuera una visión?. Aquí llegamos a lo que me interesa y a lo que desarrollaremos con mi amigo Bertrand, el sentido común, concepto rechazado con furia por las gentes que se creen originales y agudos, no obstante pervive en los discursos tanto profanos como especializados. El sentido común, al contrario que dios, no está muerto. No voy a copiar una definición de diccionario, pero tampoco puedo ponerme a dar ejemplos sin decir cómo lo entiendo. El sentido común es una especie de intuición sobre ciertas cosas que no pueden ser negadas, porque al hacerlo se niega al individuo y lo que le rodea. No es una verdad incuestionable, pero tampoco una condición irracional. Es, en definitiva, la coincidencia de principios comunes manifestados en forma de natural inclinación. Esto, por cierto, varía de acuerdo al contexto sociocultural. Se explica mejor con ejemplos. Un hombre grita al borde de un acantilado y escucha el eco, nadie podría decir que el sonido proviene de los pájaros. Otro. Estamos quietos y proyectamos una sombra en el suelo, si movemos los brazos la sombra hará lo mismo, el sentido común nos dice que la sombra es de nosotros. Veo a lo lejos gran cantidad de humo que emana de los árboles, cualquiera que esté cerca pensará, al igual que yo, que es producto de un fuego y que tenderá a aumentar si sigue soplando el viento. Sentido común. Por eso lo del perro no es tan aleatorio, para ser cierto tiene que ser consensuado, y para ser consensuado tiene que existir un sentido común. Cortázar lo dijo, la realidad para ser útil tiene que convertirse en concepto, en esquema y en convención. Si en vez de perro digo “mira, un lagarto” seguramente los que estén cerca me mirarán con sospecha. Esto sucede porque todos creemos entender la palabra perro. Y digo “creemos” para no ser absolutista. Ya se ha dicho, el lenguaje es una convención social, pero para que funcione tiene que existir un sentido común, un acuerdo tácito, no experto, de lo que es el mundo. A mi modo de ver están profundamente relacionados, y Bertrand me apoya. “El lenguaje tiene nombres propios para los objetos con los que estamos asociados más íntimamente, y nombres generales para otros objetos. Los nombres propios encarnan una metafísica del sentido común, que, como la inferencia animal, precede al lenguaje” dice Russell. El perro ha sido nuestra mascota desde tiempos inmemoriales, el bebé antes de pronunciar la palabra tiene nociones empíricas de lo que significa, luego sólo le falta solidificar esos conocimientos previos en un término que pronuncia con placer. Y de adultos lo repetimos inconscientemente como si fuera una cosa dada y todo el mundo lo supiera. Un chino no tendría idea, un extraterrestre menos.
Al ponerle nombre a las cosas, no en el sentido de inventar sino en el de consagrar, y confiando en que los demás saben lo que significa (ajá, el sentido común), el mundo, pues, a pesar del posmodernismo se va convirtiendo así en algo reconocible. De hecho, nuestros hogares no son otra cosa que un mundo reordenado a modo de satisfacer nuestros deseos de significado y, por ende, de seguridad. ¿Y cómo es que, a pesar del relativismo y del principio de incertidumbre, todavía tenemos ganas de buscarle el sentido a las cosas? Mi amigo es un ejemplo interesante, pues él habla de la “persistencia” de la materia, de la “constancia de estructura” y de un “realismo ingenuo” aún después de Heisenberg y Einstein, a los que conoció bien. Una cosa es la física atómica, otra nuestras percepciones. Si lo que queremos es entendernos y evitar un solipsismo paralizante, como mínimo tenemos que coincidir en las estructuras básicas del lenguaje y en el ejercicio de re-conocimiento que hacemos del mundo mediante el sentido común. Y estamos diciendo, además, que el mundo es tan vasto y enigmático que siempre encontraremos cosas sorprendentes en él. Es una pena que lo olvidemos demasiado pronto y que lleguemos a cierta edad creyendo saber todo lo necesario.
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