Una creación fantástica
Llegué al pueblo un atardecer y busqué un hotel para pasar la noche. Debía descansar y reunir fuerzas para levantarme temprano a visitar a una residencia de las afueras donde indagaría sobre la veracidad de unos comentarios de un caso insólito del que teníamos noticias.
Ya Gerardo Arias, un compañero del periódico, había visitado ese lugar meses atrás para el mismo reportaje, con tan buena suerte que, según los comentarios, encontró en estos predios el amor de su vida y no retornó a su trabajo en la capital.
Me preparé, pues, para salir a cumplir mi encomienda en una jornada que sospechaba me traería muchas sorpresas. Mi misión era entrevistar a un científico alemán que unía con éxito el cuerpo y la cabeza de dos animales de diferentes especies creando seres jamás vistos sobre la tierra.
Le di la dirección al taxista que conseguí en el parque, y él me afirmó que la conocía pues una vez había llevado a otro pasajero al lugar. Además se comprometió de volver a recogerme a las doce del mediodía.
Me desmonté frente a un desvencijado portal de madera desprovisto de un candado en la cadena que sostenía sus puertas. Penetré y caminé por un camino mal pavimentado que conducía al garaje de una casona. Ésta tenía dos plantas con techos inclinados cubiertos de tejas. Por su arquitectura y deterioro, calculé que la vivienda debía tener un siglo de antigüedad. A ambos lados del sendero la hierba abundante y amarillenta se movía con la brisa.
Un pasillo empedrado, curvo, conectaba con la entrada de la vivienda, hasta una galería con balaustres de madera.
Ya frente a la puerta, halé con energía el cordón de la campana para anunciar mi visita. Instantes después apareció un hombre flaco y desgarbado, de pelo cano, con un copioso bigote que le cubría el labio superior. Vestía sucias ropas que alguna vez fueron blancas y tenía atado a su cintura un delantal con manchas negruzcas que imaginé eran de sangre. Sus ojos grises me escrutaron y me daban la impresión de que adivinaban los secretos de mi interior. Entonces preguntó:
-¿Y usted, qué quiere? ¿A quién busca?
Analicé el personaje y no me quedó ninguna duda que estaba frente al científico extranjero que buscaba. Me apresuré a responderle:
-Soy un colega suyo, Marcos Lara. –Le mentí para no revelar mi condición de periodista, pues de saber mi oficio sería más difícil que me hablara abiertamente de los experimentos que realizaba.
-Yo soy Ilich, “el alemán” me llaman todos porque nadie sabe pronunciar mi apellido. –Dijo el hombre, tendiéndome la mano y mirándome fijamente por unos segundos; y después insinuó una sonrisa que se ocultaba entre los pelos desordenados de su bigote. Luego continuó en perfecto español:
-Es usted bienvenido. Será un placer compartir mis experiencias científicas con alguien que tenga la misma pasión por el arte de clonar.
"El primer paso estaba dado y había sido exitoso" -pensé, mientras él se apartaba y con una ligera reverencia me invitaba a pasar.
-¡Adelante! Le contaré lo que hago y le mostraré mis recientes creaciones... sin revelarle mi técnica secreta. –me dijo.
Cuando pasé a la sala me pregunte’ si estaba haciendo lo correcto. Mi anfitrión, además de genio podía ser loco y peligroso. De todas maneras era tarde para arrepentimientos. Di un rápido vistazo al ambiente y quedé asombrado con la variedad de objetos que había. Estaba repleto de diferentes colecciones.
Al ver mi expresión rió de buena gana.
-No se abrume con tantas cosas. –dijo-. Toda la vida he coleccionado insectos, caracoles y animalitos raros y estrafalarios. Así empecé. Los atrapo y los diseco. Como puede ver, también tengo una gran cantidad de botellas, sellos y monedas.
Observé con detenimiento los objetos que había en los anaqueles o colgando de las paredes, y le hice muchas preguntas. Cada respuesta me sería de mucha utilidad para el reportaje del periódico.
Cuando terminé de ver todo ese material, me invitó a pasar al salón contiguo que estaba cerrado con llave.
Mientras atravesamos una puerta dobles en cuyo dintel estaba colocada una enorme cabeza disecada de un venado con unos enmarañados cuernos, me comentó:
-Vas a conocer unas criaturas maravillosas que son el resultado de muchos años de trabajo intenso.
Entramos a un espacio oscuro y poco ventilado con un olor muy desagradable. Había una mesa rectangular con correas en los laterales. A su lado, una mesa auxiliar que contenía varios frascos de vidrio con unos líquidos transparentes, rojo y violeta. También había algodón, jeringas y una bandeja con bisturíes y pinzas de diferentes tamaños.
-Aquí hago las operaciones. Luego que los animales se recuperan los colocamos en las jaulas del fondo. Los restos de cuerpos que sobran nos sirven para alimentar los cocodrilos del pantano de allá abajo. Fito se encarga.
-¿Quién es Fito? –pregunté.
-Es mi fiel ayudante, que hoy no pudo venir. El día que más lo necesito no viene porque tiene algo urgente que hacer.
Pasamos al fondo. Un olor muy desagradable entró por mi nariz y no pude evitar un gesto de repugnancia. Él justificó:
-Tantos animales juntos y las jaulas no se limpian desde el sábado.
Yo me concentré en las extrañas criaturas. Me llamó mucho la atención la que estaba en la primera jaula.
-Es el lobo-cobra. Una combinación del cuerpo de un lobo con cabeza de una víbora venenosa. Es muy peligroso. Una obra única con una unión perfecta; fíjate que los pelos del cuerpo cubren la cabeza y no se ve ninguna sutura.
-Nunca he logrado hacer nada igual. –me aventuré a decir tratando de convencerlo que como su “colega” hacía trabajos similares-. Mis conocimientos no llegan tan lejos. ¡Es asombroso!
Él siguió mostrándome las criaturas y dándome sus nombres: la liebre-tortuga, el cerdo-gato y muchos más. Yo los miraba extasiado, tomando notas mentales de todo y feliz por el impactante reportaje que iba a escribir.
-Ahora viene lo mejor. Te mostraré lo que tengo en el pantano de mi patio.
Entonces salimos al exterior, a la parte trasera de la casa. Desde allí pudimos ver una panorámica: las aguas negras estancadas bordeadas por frondosos árboles. El alemán tomó un grueso palo que tenía recostado en la verja lateral, donde empezaba una escalinata que llevaba hasta el terreno del pantano.
Me explicó lo del palo:
-Lo uso para mantener el equilibrio. La tierra se pone muy resbaladiza cuando llueve. –dijo y recalcó-. Y si un cocodrilo me agrede se lo pego en la cabeza.
Mientras descendíamos por los peldaños cubiertos de tierra, musgo y hojas secas, Ilich expresó con aire satisfecho:
-Aquí vivirá mi creación maestra: el “coco-hombre”, una criatura con cuerpo de cocodrilo y rostro humano. Lo intenté una vez, pero fracasé. La próxima, te aseguro que no fallaré.
No sé por qué recordé a Gerardo, el periodista que vino a este lugar para hacer el reportaje aunque jamás regresó. ¿Habría estado, como yo, en las orillas de este pantano?
Llegamos. Allí percibí el olor de sus aguas que desprendían un tufo denso y caliente. A una distancia prudente vi dos cocodrilos que dormitaban bajo el sol.
El hombre me mira de soslayo y sonríe; agarra con firmeza el palo y se pasa una mano por el delantal manchado. Suena en mi cabeza el nombre de la criatura que piensa crear: el “coco-hombre”. Miro el reloj y pienso que hace rato que el taxista debió llegar a buscarme. Ilich se me acerca, me clava sus ojillos grises y tengo la duda de que adivina lo que estoy sintiendo.
Aumenta mi inquietud. No veo la hora de abandonar este inhóspito lugar, de alejarme del extraño personaje cuyo apellido nadie sabe pronunciar y de regresar al hotel para comenzar a elaborar mi escrito sobre el “lobo-cobra” y las otras criaturas por él creadas.
Un cuervo vuela de rama en rama. Un cocodrilo da unos pasos.
Quiero sonreír y aparentar que estoy sereno, pero dudo que lo consiga. El sol brilla con todo su esplendor. Un sudor copioso moja mi camisa…
Alberto Vásquez.
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