La mujer termina el vaso de leche, lanza un largo bostezo y despreocupadamente, apagando la luz, se dispone regresar a la cama.
En el camino un cuarto está a oscuras y la puerta entreabierta.
La mujer pasa de largo y se detiene. Ha escuchado un sonido.
Retrocede un paso. Pone atención. Retrocede otro paso y trata de distinguir más allá de lo que la abertura --unos 40 cm— lo permite.
No ve nada.
Sonriendo sacude entonces la cabeza, da vuelta y tranquilamente procede a seguir su camino.
Una milésima de segundo después, desde dentro del cuarto, con una fuerza aterradora una descomunal bestia salta y la atrapa entre sus garras.
La mujer grita pero el grito es sofocado de inmediato, la bestia, máquina, hierro y furia le ha hundido los afilados colmillos en el cuello. La mujer se sacude, golpea, patalea, pero la bestia la sujeta y aprieta. Piel, carne y vertebras se comprimen y la sangre empieza a fluir. La mujer entonces pierde el conocimiento o cae en un sopor benevolente, e instantes después empieza a agonizar. Entonces la bestia afloja, la calma vuelve y la casa adquiere de nuevo ese color plomizo y definido de las cosas quietas.
Luego, con el clásico bamboleo de los felinos, la bestia arrastra lentamente a la mujer hacía el cuarto oscuro.
Unos días más tarde la puerta vuelve a quedar entreabierta.
No se ve ni se oye nada.
Sólo un imperceptible ronroneo se desliza de vez en vez y es a todas luces un hecho de que en aquella casa todavía nadie lo ha escuchado.
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