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El plan de Oscar Sánchez no parecía demasiado complicado: acercarse al corralón donde trabajaba, dejar el auto a una distancia prudencial, colarse por los fondos que él conocía muy bien, llegar hasta la oficina del capataz (hasta podría acariciar al perro para que no ladre), abrir la puerta precaria con cualquier cosa sin hacer ruido para no alertar al gordo Andrés, el sereno, que estaría dormido en su puesto cercano a la entrada, sacar del cajón los 80.000 pesos y largarse tal como había llegado. Todo esto tenía que ser aquella noche del viernes, dado que el dinero se utilizaría el sábado para una reposición de materiales. El lunes volvería a trabajar como cualquier otro lunes y escucharía los lamentos del dueño a quien, dicho sea de paso, poco afectaría esa pérdida. Sin embargo algo salió mal.
Ya en la calle se retiraba con el bolso a paso rápido. La noche estaba espléndida sobre un barrio que parecía ausente sumido en un silencio rotundo, cuando oyó los gritos e instintivamente echó a correr. Después fue como un petardo lejano y algo le picó en la espalda baja. Giró en la esquina y siguió la carrera dos cuadras hasta que volvió a doblar y encontró el auto. Tuvo tiempo de juzgar que nadie más lo había visto en el trayecto. Tiró el bolso en el asiento del acompañante donde las pocas veces que usaba aquel descuidado Fiat iba su mujer. Antes de encender el motor miró hacia atrás y otra vez no vio a nadie. De todos modos, los del corralón nada sabían de su auto. Hasta se había tomado el trabajo de dejar un trapo que colgaba del baúl de tal manera que tapase la patente.
Era cosa juzgada que aquellos gritos eran del gordo Andrés; no era improbable que se hubiese avivado de la intrusión por el ruido de las latas que tiró cuando trepó la tapia de salida. Pero entonces el gordo debía de tener un arma, algo así, y esto no estuvo en los preliminares. Acaso uno de esos rifles de aire comprimido. No, no sonó como eso. Fue más bien una explosión y después esa punzada en la espalda a la altura del riñón, o del hígado; no sabía bien qué había ahí. Un 22 debía tener el gordo en algún cajón, qué otra cosa, y esos no hacen nada. Una bala de ese calibre a esa distancia no hace nada, debía estar a flor de piel y podría sacársela después sin problemas.
Evitó ir por las pocas avenidas que había en el trayecto hasta la casa, como mucho llegaría en 20 minutos. Fue como en los viejos tiempos de los pecados de juventud, cuando le había dado por asaltar negocios con algún amigo en moto a modo de rápidos trámites con tal de hacerse unos pesos para gastar en el boliche con las minitas. Un par de entradas en la comisaría, entintarse los dedos para dejar las huellas, nada del otro mundo. Ahora, después de haber pasado limpio mucho tiempo, que había trabajado como todo hombre bien nacido y acaso más, a horas de cumplir los 50, tenía una mujer y dos hijos y la vida lo encontraba en la misma situación de proletario que en aquel entonces, como si el tiempo, como solía renegar, nomás hubiera pasado para cansarle los huesos y plantarle las canas. El varón, ya adolescente y con algunos problemas en el colegio, era un buen pibe al fin y al cabo. La nena, un ángel. Con este dinero pensaba instalar un quiosco o algo así en el barrio para que su mujer no siguiera trabajando en la empresa de limpieza tan lejos de casa, con esos horarios nocturnos y por un sueldo miserable.
Paró en la vereda. Cuando bajó a correr el portón de alambre para entrar el auto al terreno hizo mal un paso y cayó al suelo. Entonces se percató de la sangre que había en los jeans azules y en el buzo negro con capucha. Se incorporó y vio el asiento y parte del respaldo oscurecidos, pasó la mano y sintió el pegote fresco y aún tibio. Agarró el bolso y cerró el coche, que finalmente quedó en la vereda. Una vez en la casa tiró el bolso por ahí y entró en el baño. Oyó el televisor en la pieza contigua. Se quitó el buzo y la remera, y cuando giró el torso desnudo con la intención de mirarse la espalda sintió un pinchazo fuerte cerca de la cintura. Se enderezó del dolor y se puso de espaldas al espejo sobre el lavatorio. Ahí vio una pequeña herida de la que brotaba un hilo de sangre. Se preguntó de dónde habría sacado ese gordo haragán un chumbo. Y pensar que solían compartir unos mates y hablaban de fútbol y esas cosas algunas tardes, cuando uno terminaba su jornada y el otro empezaba la suya. Ah si supiera ese boludo a quién le dio un tiro por la espalda, y encima al reverendo pedo porque la guita ni siquiera era suya. ¿O lo sabría? No, no era probable que lo supiera ese gordo alcahuete... y un inconsciente además, que pudo haberle dado a un pibe menor de edad ese balazo perdido por andar haciéndose el héroe para el patrón.
Buscó el rostro de un ladrón improvisado, torpe y trágicamente arrepentido, pero se halló a sí mismo en el espejo, la misma cara de todos los días, la de un laburante común y corriente tal como íntimamente se reconocía, y esa visión le quitó algo de excitación y le esclareció un poco la cabeza. Respiró hondo y exhaló fuerte por la boca un par de veces. Mojó la remera bajo la canilla y se limpió un poco. Consideró enseguida que esto no significaba gran cosa. Se asomó y llamó a su hijo. Gritó el nombre: Diego. Insistió, pero no obtuvo respuesta. Su mujer trabajaba esa noche y no llegaría hasta después del amanecer. En el plan original él estaría durmiendo con unos pesos extra escondidos (lo que le significaría casi un año de trabajo) y pensaría en el trascurso de los días la manera de justificarlos ante la lógica incredulidad de su mujer. Pero así las cosas gracias al gordo Andrés, que de yapa era un triste diabético que no podía ni comerse un pan con manteca y azúcar, ¡y ni siquiera correr podía ese huevón!
Caminó hasta la habitación donde estaba el televisor encendido y encontró a Yamila, la hija de cinco años, tirada en la cama medio dormida.
—¡Papi...! ¡Hola, papi! ¿Adónde fuiste? —la nena se enderezó como despabilada y súbitamente alegre.
—¿Qué hacés despierta vos a esta hora…? ¿Y tu hermano?
—Recién se fue un ratito. Me dejó la tele para mí sola.
—¿Cómo…? ¿Y así nomás te dejó solita?
—Sí. Pero me porto bien igual. Dijo que después vuelve, que vos ya llegabas, que no me preocupe.
Sánchez hizo unos pasos hacia atrás hasta desaparecer de la vista de su hija, giró y fue hasta su dormitorio. Se sentó en una silla. Se descubrió agitado y tomó su tiempo en quitarse el calzado. Sin retirarse de la silla se quitó los pantalones hasta abajo de las rodillas. Cuando se inclinó como para liberarse por completo de ellos fue a parar al piso y sobre él la silla. Se extrañó de no sentir un dolor muy fuerte. Lo suyo eran más bien un entumecimiento en la parte baja del torso y una especie de sopor extraño. Pero el dolor aumentó cuando flexionó el cuerpo para desprenderse por fin de los pantalones aún en posición horizontal, boca arriba en el piso que se le hacía resbaladizo en la espalda por algo de sangre que seguía perdiendo. Justo cuando comenzaba a agitarse sintió la voz de la nena, que apareció por la puerta entreabierta.
—¿Qué estás haciendo, papi?
—Nada, Yami. Nada. Andá a ver la tele que enseguida me cambio y voy con vos.
Cerró la puerta de la pieza. Era cuestión de dejar de perder sangre. Recordó la faja elastizada que se abrochaba con velcro que solía usar su mujer para la cintura cuando venía molida del trabajo. Buscó en los cajones del ropero hasta que la halló. También sacó de su cajón un par de medias y unos calzoncillos. Volvió a sentarse en la silla y se colocó una media doblada a la mitad sobre la herida, con cuidado apoyó la faja sobre la media y la dispuso de manera que le rodeara el torso hasta que pudo ajustarla. Se quitó los calzoncillos ensangrentados y los reemplazó por los limpios. La presión de la faja le sentó bien y su ánimo mejoró. Pensó entonces que, después de todo, una balita calibre 22 no es para andar mariconeando, y que el gordo Andrés era un infeliz que ya habría llamado al jefe con las malas noticias. Se vistió con el pijama de dos piezas y se dedicó a organizar la situación: metió toda la ropa ensangrentada (aun la que había quedado en el baño) en una bolsa y limpió la sangre de los pisos. Ocultó la bolsa y el trapo que usó para la limpieza. Levantó el teléfono y llamó a Diego, pero oyó que el celular sonó entre los almohadones del sillón del comedor, y esto lo puso de mal humor. Estaba cansado.
Dedujo entonces que el pibe estaría en casa de los vecinos de enfrente, una pareja amiga con dos hijos adolescentes, una chica y un chico, que se llevaban muy bien con el suyo; que si no, no era justificable que hubiera dejado a la nena sola. Miró el reloj: las once y cuarto, y juzgó que no era desubicado llamar. Contestó Paula, la hija de Delia y Martín.
—Hola, Paulita. Oscar habla. ¿Cómo andan?
—Bien. Todo bien —dijo la chica.
—¿Tus viejos, bien?
—Sí. Mi viejo mira la tele. ¿Te lo paso?
—No, dejá. No lo interrumpas. En realidad quería saber si Diego anda por ahí o si sabés algo.
—¿Diego?
Sintió que la chica hizo un silencio exagerado, como quien espera oír algo más o no ha entendido lo que se le ha preguntado.
—No. No está acá —contestó ella y otra vez quedó en silencio.
—Ah. Porque resulta que llego a casa y está Yamila sola…
—Sí. Sí, te vimos llegar con el auto —interrumpió la chica.
—¿Que me vieron llegar?
—Sí. Justo escuché un auto y me asomé y te vi.
—Ah, bueno. Entonces por ahí viste si salió Diego.
La chica otra vez quedó callada unos segundos.
—No. Yo no. A ver. Le pregunto a mi hermano.
El hombre sintió que del otro lado tapaban el micrófono del teléfono, o algo así.
—Dice Agustín que no, que no sabe nada. Cualquier cosa te avisamos.
—¿Y tus viejos no sabrán?
—No creo —dijo enseguida la chica.
Esta vez Sánchez quedó dudando sin hablar, rumiando cierta impaciencia.
—Hacé una cosa —dijo él—, si saben algo me llamás, ¿sí? Y si vuelve a casa antes…
—Dale, quedamos así —concluyó ella.
Sintió un dolor fuerte en el estómago. Sin indagar un poco más se despidió y cortó la llamada, entonces se extrañó de que la chica no le hubiera preguntado nada, pero luego dedujo que, después de todo, estos pibes tienen la cabeza en cualquier parte. Se acordó entonces de Alberto, el hermano de su mujer, que vivía a diez cuadras. Se preguntó si su hijo podría estar allá. El problema era que tanto su cuñado como su actual cuñada hablaban mucho y él no estaba dispuesto a escuchar demasiado. Además ellos no tenían a nadie como para que Diego tuviera algo que hacer en esa casa una noche de viernes... a no ser que el hijo de Alberto con una pareja anterior, Marcelo, de unos veintipico, apareciera de visita, cosa que a veces sucedía y de ser así, probablemente hubieran salido a dar una vuelta en auto, lo que a su vez implicaría que Marcelito pasara por su casa a buscar a Diego, ya que no tendría sentido hacerlo caminar diez cuadras hasta allá si andaba con el auto como era su costumbre.
—¡Oscarcito querido…! ¿Cómo andás, che? Tanto tiempo —lo atendió Alberto con la usual tonada exultante, alegre, de quien se sorprende de recibir una llamada.
Sánchez hablaba sentado en una silla con el codo izquierdo apoyado en la mesa y la cabeza apoyada en el tubo del teléfono, que sostenía con la mano izquierda, mientras con la derecha se frotaba desde el pecho hasta la panza.
—Bien. Bien. Acá andamos. ¿Por allá?
—Fenómeno, che. Mejor un lujo. Acá Marta me hace señas y te manda un beso. Viste que las minas tienen como un radar, che, están en todas. Qué bárbaro… ¿Los pibes? ¿Julieta? ¿Todos bien? Contame algo, che...
—Bien. Bien. Justo te llamaba para ver si sabías algo de Dieguito…
—¿Qué pasa con ese pibe? Ya debe haber crecido en estos meses que no lo veo.
—Sí… Lo que pasa que salió y no sé dónde anda. Viste que estos nunca dicen adónde van…
—¿Cuántos años tiene ya?… Ah, acá Marta me dice que diecisiete, ¿la oíste?
—Sí. Sí. Mandale un beso…
—Dice que a ver cuándo nos vemos, que tiene algo para Julieta.
—Nos estamos viendo un día de estos… hay que ver… viste que con los horarios de mi mujer las reuniones se complican un poco… Pero bueno, voy a ver dónde anda este pibe ahora.
—¡No te calentés, che! Viernes a la noche… yo a esa edad… ¡para qué te digo, mirá…! No te hagas drama, que debe andar con alguna pendeja de joda por ahí…
—No. Sí. Se me ocurrió que por ahí había salido con tu pibe, viste…
—¡Otro más! ¡Ja! Esos sí que la pasan bien, ¿eh, Oscar? Esos muchachos… a esa edad sí que no tienen problemas… igual hay que dejarlos y dar gracias a que no metieron la pata, viste… que sean pibes sanos… ya se les va a cortar la joda… pero por ahora que aprovechen, che, que la vida se pasa a los pedos, eh.
—Y sí. Sí… Bueno… Te dejo, Alberto. Un beso grande para Marta.
—Sí. Acá me pregunta por la nena.
—Bien. Bien. Se está quedando dormida ahora…
—Bueno, loco. No te pierdas, eh. Un abrazo fuerte. Acá Marta les manda besos a todos.
Fue entonces que Sánchez pensó por primera vez en rendirse. Y rendirse significaba llamar al 911 y que una ambulancia llegue hasta su casa y que los médicos al revisarlo llamen a la policía. Después lo llevarían custodiado o algo así a un hospital, y que en el mejor de los casos su hijo llegaría antes que ellos y podría quedarse con la nena en casa, y que si no, la nena iría con él, y Diego al volver se encontraría la casa sola y el auto estacionado en la vereda con el asiento ensangrentado. Pero no. Debería haber alguna otra manera: esperar a Diego, decirle como al pasar que lo habían asaltado e ir por sí mismo al hospital con el mismo cuento, que sería más creíble para los médicos y para los policías. Se sentía, después de todo, bastante bien y se sabía capaz de conducir, así que la llamada al servicio de emergencias no era aún imperativa. Después de todo, tampoco hacían la gran cosa una balita de porquería y un poco de sangre. Y al día siguiente, a la noche y con una curita en la espalda, capaz que hasta se podría tomar unas cervezas tranquilo y brindar con su mujer por su cumpleaños. Decidió ir con su hija a esperar un rato más.
—¿Ves? Ya está. Ya me vine a quedar con vos —le dijo a la nena y se tiró en la cama junto a ella.
—Podemos jugar hasta que vuelva Diego —contestó la hija, como sacudiéndose la soñolencia.
—Juguemos a que papá está enfermito y vos lo tenés que cuidar.
—¡Sí! ¡Voy a jugar con papá!
La nena se apuró descalza hasta un rincón de la pieza y se puso a buscar entre los juguetes. Sánchez apagó el sonido del televisor, cayó en la cuenta de que nunca jugaba con su hija y le causó gracia pensar que para que esto ocurriera hubiera sido necesario un balazo. También a esta situación atribuyó la alegría contagiosa que creyó descubrir en esa carita que se iluminaba bajo el rebelde pelo negro siempre arremolinado.
Le nena lo auscultó con un estetoscopio de juguete, usó un lápiz de termómetro y unas barajas a modo de apósitos. Le dio sus remedios con frasquitos de yogur, lo inyectó con una zanahoria de plástico y con el lápiz termómetro dibujó sus recetas en una libretita de Hello Kitty. Finalmente la doctora recetó un abrazo y un cuento de un libro lleno de dibujos de colores y con pocas letras cuyo contenido aventurero ella misma se dedicó a improvisar. En eso estaban cuando algo comenzó.
Lo primero que vio Sánchez fue un resplandor, como un humo luminoso que surgía del otro lado de la puerta abierta. Después identificó la cara de Julieta, su mujer, que sostenía con ambas manos una torta con algunas bengalas pequeñas encendidas a modo de velas. Detrás de su mujer entraron su hijo Diego y Marcelito, después Delia, Martín y sus hijos Paula y Agustín, Alberto y Marta, el tano José, que tenía el taller mecánico de la esquina y siempre le salvaba el auto sin cobrarle más que los repuestos, Horacio y su vieja, que vivían a la vuelta y solían cuidar a la nena cuando no quedaba otra. Todos se pusieron a entonar el feliz cumpleaños. Sánchez acusó la sorpresa y pretendió que su cuerpo reaccionara de un salto, pero esto no pudo ser. Entonces se le ocurrió una idea maravillosa: cerraría los ojos 15, 20, acaso 40 segundos, no más, y después se levantaría a soplar las bengalas de la torta y a abrazarlos, uno por uno, a toda esa gente.

Texto agregado el 11-02-2016, y leído por 923 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
10-05-2016 Gracias de nuevo. justine
23-02-2016 Buenísimo, como todo lo tuyo. Me encanta como hilvanas tus historias. Cada personaje, cada hecho narrado, cada tìtulo, y hasta el màs mìnimo detalle tienen una intenciòn que cobra todo el sentido en las ùltimas lìneas, manteniendo a tu lector atento hasta el final y satisfecho con el desenlace. Nunca defraudas con tus textos. Blue_jeans, lee "La alegorìa de la tortuga", no solo para reìrse a carcajadas sino tambièn para reflexionar. tanag
22-02-2016 Me parece muy bueno, siempre tus diálogos, sos un monje tibetano por la paciencia para eso, eso si con vos no se salva nadie, ni el día del cumpleaños...alguna comedia alguna vez je, bueno es un pedido tonto, pero tal vez me lo cumplas. M. blue_jean
15-02-2016 Muy buen cuento Monje2
12-02-2016 Muy bueno, como siempre. kroston
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