El trozo de madera vuela por el jardín, hasta caer en el otro extremo.
Lugo, perro enorme, peludo, algo mojado, corre hasta él con la lengua de fuera.
—Vamos, amigo.
No sé cuántas veces hemos hecho esto a lo largo de los años; salimos al jardín, no importa que haya sol o haga frío o esté ligeramente lloviznando. Salimos y lanzo el trozo de madera y Lugo corre por él y lo trae de vuelta. Es mi mejor amigo. Al paso de los años este momento me ha servido para tener algo de paz mental. Siempre está aquí para cuando lo necesito. Es el momento en el que todas mis mareas se detienen.
—Buen chico. Tráelo otra vez.
Tengo los zapatos llenos de lodo, mis zapatos caros, de fiesta, los que sólo uso en ocasiones especiales. Pero no me importa. El jardín está mojado porque los aspersores lo acaban de regar. La humedad hace que me sienta fresco, me gusta el olor del pasto, no siento necesidad de quitarme el saco. Arriba, lentas, caminan las nubes blancas y gordas.
Lugo vuelve, se levanta sobre sus patas traseras, veo su panza húmeda y sucia, y me abraza. Le regreso el abrazo. Lo abrazo con fuerza mientras hundo mi rostro en su hombro.
Escucho que adentro de la casa la gente ha comenzado a rezar el siguiente rosario. El velorio de papá continúa. Me seco las lágrimas con la manga y arrojo de nuevo, lejos, el trozo de madera.
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