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Cuando la noche se desvela y comienza su danza de sombras, ella de desviste sola. Deja caer el último suspiro del atardecer sobre su piel y se perfuma de jazmines y silencios. Ella es así, tan serena y clara, que perturba. Su cuerpo brilla con las ínfulas de una estrella, mientras que, recostada en la orilla del río, se deja acariciar por la brisa borracha de los sauces llorones. Las lechuzas y los grillos se sonrojan y cantan, alocados, ante tanta belleza.
Ella se baña, ondulando sus caderas al compas de una ola, endulzando el agua con su boca. No sabe de miradas, no teme, no huye. Sólo se deja envolver por la narcótica fragancia de lo prohibido. El bosque es su refugio, el único capaz de soportar, impasible, el embrujo de sus ojos. Muchos han perecido queriendo llegar hasta ella, construyendo escaleras de viento y melodías. Pero ella, desnuda de cuerpo y alma, baila sola y no se deja tocar.
Él, el mas atrevido y despiadado soñador, llega de pronto hasta el bosque. La presiente entre las ramas de los sauces y sonríe, malicioso. Camina hacia ella, sus pasos son firmes. Sabe que a él, hasta el más valiente de los hombres le teme. En sus venas no se entibia la sangre y su lengua es látigo y muerte. Se sabe, seguro, el más maldito de todos y a su vez, el más impiadoso amante. Creyéndose su propia historia, presiente que ella será, entre sus manos, una víctima más. Saborea el momento del encuentro y sonríe, sigiloso, imaginando su cuerpo temblar ante sus ojos negros. Se acerca a la orilla del río, donde ella se baña, sin saber que él la observa. De pronto se callan los grillos, enmudecen de horror las lechuzas y el bosque sacude sus rincones verdes con violencia, en una ráfaga de desesperación ante lo evidente. Luego, todo es quietud, silencio mortecino, todo el silencio del mundo acorralado en el bosque.
Al llegar a la orilla, ella lo presiente y voltea sólo su rostro, sin dejar de mostrarle su espalda de nácar. Lo mira a los ojos, le sonríe, tan segura de su belleza, etérea y líquida. Mueve, insinuante, sus caderas en el agua, invitándolo a agonizar en su danza. Él se acerca, acechándola como un lobo, saboreando de a poco la conquista de su orilla. Se cree triunfador, se sabe temerario. El bosque y sus habitantes los observan, enmudecidos de terror, viendo como aquel a quienes todos le temen, se acerca cada vez más a su única joya, esa que baña las noches con aroma a mujer.
La noche detiene su marcha cuando él roza con la punta de sus dedos el surco liviano de su espalda. Ella lo mira, ahora de frente, él sonríe, perverso, al observarla entera y luminosa. Ella deja caer sus parpados y enciende con su halo de silencio una llamarada de luz y amor. Él, enceguecido ante el poder de su belleza, cae, de rodillas, totalmente enamorado, y besa sus pies. Vencido, acorralado, se queda a su lado, envuelto en una nube de deseo y amor.
El bosque respira, aliviado. Los grillos cantan de risa, burlones. Las lechuzas ululan aquel secreto a voces: que ni el mismísimo Diablo pudo resistirse a los encantos de la Luna y cayó, derrotado y enamorado. Pero ella, la Luna, bella y mujer, sólo se enamora en las noches, cuando se despierta. Después, se vuelve a dormir…

Texto agregado el 07-02-2016, y leído por 62 visitantes. (0 votos)


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