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No te emociones

“Cualquier cosa que una persona mencione, cualquier frase dicha, desde un simple comentario, aparentemente inocente, hasta un pensamiento filosófico profundo, reúne dos condiciones: es la manifestación de un pensamiento, pero también la inevitable expresión de una emoción” James Joyce

Son las cuatro y media de la tarde, verano de 1848, Nueva Inglaterra. Faena de avance del ferrocarril hacia el sur. El calor ralentiza los movimientos de los obreros y el monótono repiqueteo de los cientos de herramientas que muelen la roca y fijan el riel es interrumpido por una explosión. El estruendo perdura en los oídos y la sorpresa congela los rostros húmedos y sucios. Se supone que la rotura con explosivos se avisa con anticipación para guarecerse de las piedras que salen disparadas; pero esta vez la carga de dinamita ha sido activada accidentalmente y, cuando se disipa el humo y la cuadrilla que está más cerca se recupera del susto, el jefe encargado de limpiar el camino, Phineas Gage, un robusto hombre de 25 años, competente, responsable y querido por superiores y subalternos, está en el suelo. Una barra de acero de 3.2 centímetros de diámetro y 1,1 metros de largo se le ha metido por la mejilla izquierda, le atravesó el cráneo y ha salido por la parte superior de su cabeza. A pesar de haber perdido masa encefálica (parte del lóbulo frontal) el capataz no perdió la conciencia, y, ¡milagro!, se recuperó en pocos meses.
El doctor John Martyn Harlow, que atendió a Gage en el momento del accidente y lo asistió en su recuperación, presentó 20 años después un informe que marcará un hito en la investigación neurocientífica. A pesar de la gravedad del accidente, reseña el doctor, Gage no exhibió grandes trastornos intelectuales. Sin embargo, su conducta sí cambió mucho. "El equilibrio entre su facultad intelectual y sus propensiones animales se había destruido", sentenció. Después de la lesión Gage se tornó impredecible, grosero, obstinado, caprichoso. Se convirtió en un hombre incapaz de contener sus impulsos y socialmente conflictivo. Muy distinto a lo que era antes.
Se preguntarán a dónde iré a parar con esta historia yanqui; además, sujetos conflictivos e impulsivos han existido siempre sin necesidad que una barra de acero se les meta en los sesos. Este caso es traído a colación, ansiosos lectores, porque es paradigmático y vino a mostrar que el cerebro tiene zonas con funciones específicas y que un daño cerebral puede producir, por ejemplo, conductas antisociales aun cuando se mantengan intactas las funciones cognitivas. En otras palabras, a partir de Gage se evidenció lo que ahora es un conocimiento general, la inteligencia no implica cualidad ética. Un gran filósofo del lenguaje, por ejemplo, tipo brillante en su disciplina, puede ser zopenco en comunicación no verbal y un bodrio como persona. ¿Cómo puede ocurrir esto? Con Gage empezó a conocerse la respuesta: el cerebro y las emociones están más relacionados de lo que se creía, y, por lo mismo, el daño en ciertas zonas puede anular formas de interacción social.
Revisemos un poco de historia complementaria. Desde que Descartes dijo que el cuerpo y el alma eran dos cosas distintas que se unían en la glándula pineal, la visión dicotómica del ser humano se ha mantenido enquistada en nuestra cultura. Esto, por cierto, apoyado por el cristianismo y el disoluto de Agustín de Hipona que allá por el siglo IV confesara que era un pecador de la carne (se montaba a cuanta mujer se le cruzara por delante), pero, más respeto, no del espíritu porque amaba apasionadamente a dios. El punto es que nos quedamos con que materia y espíritu son entidades opuestas. De hecho todavía hablamos de lo primero como algo terrenal, humano, natural, a ras de suelo, y de lo segundo como algo elevado, superior, divino, allá por las nubes. Lo raro es que esta visión dual se mantiene incluso superado el paradigma cuerpo/alma cristiano; cuando nos dio por reemplazar el soplo divino por la razón, su manifestación más fértil, la inteligencia, vino a ocupar su lugar en las alturas mientras que el cuerpo se quedó ahí encerrado en su baja animalidad. Otra vez estábamos divididos en dos: cuerpo, con sus instintos y pasiones; pensamiento, con sus reflexiones y demás florituras. ¿Cuál es el problema?, pues que los instalaron en habitaciones distintas, podías entrar en una u otra pero nunca en las dos al mismo tiempo. O eras razonable o un arrebatado. Punto. Estas ideas bipolares han sido refrescadas este último tiempo por la neurociencia, que en simple estudia las conexiones nerviosas del cerebro y su relación con la conducta, el aprendizaje, las patologías y un sinnúmero de otras cosillas que hacemos y que necesitan explicación. Hasta ahora la neurociencia ha ayudado bastante a descifrar esta enigmática relación entre razón y emoción y ha descubierto que, fíjense el adelanto, no van tan separados.
En la segunda novela de la trilogía de la “Fundación” Asimov crea un personaje mutante llamado “el Mulo”, alto, enjuto y de nariz enorme, este sujeto tiene poderes mentales con los que controla a los seres humanos; lo interesante es que no actúa sobre los pensamientos, sino sobre las emociones, y a partir de ahí gobierna a piacere la voluntad y la conducta. ¿Es posible que las emociones, vilipendiadas hasta hace poco, sean tanto o más importantes que el CI o la voluntad? Según el Mulo, sí. Otro que responde afirmativamente es Daniel Goleman en su libro “La inteligencia emocional”, el conocimiento, manejo y control de las emociones es vital para un desarrollo integral, asegura. Conocer las propias e identificar las del prójimo es una habilidad básica que el hombre debería tener, agrega, sobre todo para que no se comporte como un idiota.
Sin embargo, reconocer las emociones no es fácil. A ver, usted, me podría decir ¿qué son las emociones?... ya, cálmese, no grite. Acerquémonos juntos a una definición convencional, aunque incompleta, de lo que es una emoción: una respuesta interna a un estímulo externo. Es una reacción subjetiva que produce cambios orgánicos, unos de origen innato y otros influenciados por la experiencia. En términos evolutivos las emociones cumplen una función adaptativa, sirven para ir adecuándonos biológicamente al medio e involucra los tres aspectos constitutivos del ser humano: el cuerpo, el pensamiento y la conducta. Frente al peligro, miedo, tensión en los músculos y estrategias de evasión, por ejemplo. Frente al placer, relajo, expansión de los sentidos y alegres fantasías. En general los especialistas están de acuerdo en que las emociones se pueden separar en dos grandes categorías (y dale), agrado-desagrado, cada una con variaciones en su intensidad. Se plantea que tenemos emociones básicas como el miedo, la alegría, la rabia, y otras que vamos aprendiendo e internalizando de acuerdo a nuestras experiencias y que son, al parecer, combinaciones y grados de estas, como la ansiedad, la desesperación, la placidez, la frustración, el pánico, el asombro, etc.
Desde mediados del siglo XX se han venido gestando teorías que involucran al cerebro de manera directa con las emociones y los sentimientos. Por ejemplo, el médico neurocientífico Paul D. MacLean en su teoría evolutiva de los tres cerebros superpuestos, el reptiliano, al fondo, el mamífero antiguo en medio y el mamífero nuevo arriba, hacía responsable de las emociones al cerebro antiguo, que está constituido por una serie de órganos entre ellos el Hipotálamo y la Amígdala. No me miren así, lo dijo él.
Más tarde el neurólogo Antonio Damasio, uno de los investigadores actuales más reputados, en su libro “El error de Descartes” establece que las emociones se generan no sólo en el sistema límbico (es el mamífero antiguo, con un nombre más elegante) sino también en la neocorteza (mamífero nuevo) y en el cuerpo. Una teoría integral que une memoria, emociones primarias y sensaciones corporales. Es el organismo entero el que las produce y sirven sobre todo para la adaptación social, dice Damasio con seriedad, y agrega, algo tenso, las recientes investigaciones apuntan a que es inconducente separar la cognición de la emoción pues son procesos complementarios que están muy entrelazados. El cerebro no es tan insensible y el corazón tampoco una frágil bolsita de emociones, continúa, hostil, estaría bueno que dejásemos de oponer racionalidad y sentimientos, ¡por favor!, y se va, furioso.
El dilema social de las emociones es que no pueden ser calificadas como los hábitos, las acciones o un ejercicio matemático. Una emoción no es ni buena ni mala, por lo que está exenta de juicios morales o éticos; una emoción no es ni verdadera ni falsa, se escapa a los argumentos lógicos; una emoción no es justa ni injusta, pues es tan personal e íntima que no sirve para generalizar o extraer de ella leyes positivas o principios jurídicos. Todos podemos sentir ira, sin embargo la ira como emoción no es buena ni mala, falsa o verdadera, justa o injusta, simplemente es. La podemos reprimir, controlar o sancionar, más no deslegitimarla con argumentos. Lo que hacemos cuando rechazamos o aceptamos socialmente una emoción es evaluarla de acuerdo a los efectos que produce en los demás o según las acciones que originen en el sujeto, como cuando analizamos la cólera o el resentimiento a través de los delitos o el desprecio mediante la discriminación. Enjuiciamos el efecto visible, eso es todo.
La ambigüedad e ignorancia que todavía envuelve a las emociones es la que permite que publicistas, políticos y psicólogos inescrupulosos las manipulen y saquen provecho de ellas mediante comerciales ridículos, promesas rancias y consejos irrelevantes. Nos preocupamos de meter en la cabeza de los niños operaciones matemáticas, reglas del lenguaje o procesos históricos, lo que está muy bien, los sermoneamos por cualquier tontera, esto si que no, mas poco o nada los ayudamos a reconocer y canalizar sus emociones y a comprender qué implican para ellos y su entorno. Hemos avanzado en ciencias, en tecnología, en comunicación y en otras áreas del saber, pero todavía somos unos simios en cuanto a nuestros impulsos emocionales. De esto, las guerras son una terrible y permanente consecuencia. Títeres de nuestros caprichos, eso es lo que somos, pelotas hueras dentro de una tómbola a merced de fugaces arrebatos, seres atormentados por sus deseos, antojadizos, ridículos, ¡pequeños déspotas lascivos, arrogantes, necios! ¡Que la furia de mil rayos aniquile a esta plaga infame…! Perdón, me calmo. Recordemos a Gage, ese joven simpático y educado que perdió parte de su cerebro y se convirtió en un espécimen desadaptado que vivió sus últimos días como atracción de circo ¿Notan que bajo la idea ondula una emoción atlántica?

Texto agregado el 01-02-2016, y leído por 267 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
02-02-2016 No me ha "emocionado", pero sí que me ha gustado e ilustrado. Magnífico trabajo. 2(5×) grilo
02-02-2016 Interesante, contundente. Enhorabuena. Rubalva
01-02-2016 Muy interesante ensayo que además me ha nutrido de información que desconocía. Saludos! TuNorte
01-02-2016 te felicito, muy bien logrado...***** blasebo
01-02-2016 Sin emociones, ¿qué seríamos?, apenas máquinas, qué profunda tristeza. A Yvette digo, que no permita jamás que se gasten las emociones, que siempre haya asombro en su vida. Claro que hay varios tipos de emociones :))) Un ensayo sobresaliente!!! MujerDiosa
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