El estrepitoso y ruidoso momento llegó justo cuando el reloj desgastado pero con vitalidad marcaban las 11:17 de la mañana de ese Jueves de Abril. En ese instante, el sol era inclemente, circular tan grande que los cinco dedos de la mano no podían tapar, era asfixiante cual premonición marcada en el calendario para ese día 15 de febrero, día en que el destino cambiaria cada instante.
Lucrecia mujer aletargada, llena de cúmulos de edad en su cara, llena de manchas provocadas por el inclemente sol y el trabajo arduo en la finca, sólo sollozaba y esperaba que el viento apaciguara para no tener nada que exclamar. Los músculos de Lucrecia fueron pasando de aguados a tensos, cada rayo de sol desdibujaba en su cara el temor ansiado que acababa de aparecer en frente de sus ojo azules grandes, con pocas pestanas bajo unas espesas cejas.
Los pasos anunciaron la llegada triunfal, la sombra que con la puesta del sol a medio día dibujaba su cuerpo alto, grueso, de largas piernas como un rio que no tiene fin, su cara tierna y angelical pero con el estupor de una masculinidad impuesta por el dolor de muchos días de sufrimiento, días de soledad, sus manos aun conservaban las pequeñas pecas que rodeaban los nudillos de la muñeca.
La áspera brisa de medio día revoloteaba en medio del gran árbol que se encontraba en mitad de la estancia de los tractores, entre grandes bultos de paja seca, de grandes andamios de hierro la conversación con un simple si, el inicio cadencioso de las manos en la cintura de Lucrecia hizo que el calor enardeciera en todo su cuerpo, sus ojos vibraron al igual que sus piernas, ese mismo calor vibraba dentro de su cuerpo tanto que la sensualidad opacada por la frigidez, frigidez que había aparecido por el continuo sexo sin placer que su marido le daba cada Martes de la semana y su continuo masturbar en el lado derecho del baño, después que Remigio terminara para quedarse profundo en el lado derecho de la cama, desnudo, sudoroso y con cara de enajenación.
Asdrúbal tomó a Lucrecia entre sus brazos con la vitalidad de sus 22 años y un cuerpo fornido con grandes brazos, en el cual el cuerpo escuálido de Lucrecia se fundía, solo unos segundos bastaron para que Lucrecia sucumbiera ante tanta ardor, tanta pasión. Asdrúbal quitó uno a uno los cabellos resecos y malgastados de la frente de Lucrecia, donde se podía ver la necesidad urgida de ser poseída.
Desnudos en media de la brisa arremolinada y de los rayos de luz que pasaban las tejas rotas del establo, Lucrecia recorría con sus manos la espalda fornida de Asdrúbal llegando a las nalgas y piernas, aferrada en ese momento, los besos aparecían con una respiración agitada, llena de gemidos de parte y parte, una lagrima salía de los ojos de Asdrúbal mientras los labios de Lucrecia decían hazme tuya.
Mientras el acto terminaba entre gemidos de excitación, gritos de placer que irrumpían la enajenación de Lucrecia, un ruido abrupto e inesperado ensordeció a Lucrecia y Asdrúbal, mientras Clemente caía lentamente frente a ellos lleno de sudor con unos ojos blancos que lentamente se llenaban de sangre, las piernas cedieron lentamente hasta que el cuerpo se desplomo y cayó inerte, aún conservaba lo caliente de la agitación. Clemente yacía sin vida frente a ellos.
La llanura de la finca quedó muda, sólo él gemido estalló luego miles de segundos, cientos de minutos, luego de que Lucrecia sentenciara su vida, colgando de la rama de un árbol mientras veía como Asdrúbal corría semidesnudo, taciturno y despavorido.
Solo en el recuerdo Asdrúbal fue consumido el cual murió solo, agazapado, con sentimientos de culpa y crueldad por permitir la muerte de la mujer que le había entregado todo en Medio de los vientos y el sol de la Hacienda La Pasión.
Javier Barrios Llorente |