La neblina, el frío y la noche abrazaban Buenos Aires como si no quisieran soltarla, las calles suspiraban por el día que había terminado; sólo circulaban taxis y algunos desvelados en la ciudad de la furia mientras los árboles goteaban serenos.

En la Terminal de Ómnibus, la plataforma de la indiferencia; tan vacía de amor, tan llena de dolor.
Ahí estaba él, sentado en el cordón, sobre algún agujero de su viejo buzo agitando el tarrito con siete monedas de veinticinco y cincuenta centavos, mientras la gente pasaba, indiferente, con bufandas tapándose la boca para no hablar, los oídos para no escuchar y la mirada en el suelo para no mirar.
A pesar de la intencional ceguera, saludaba a todos con una sonrisa generosa y cálida, en medio de tanto frío, moviendo la extensión de su brazo, esperando una mirada que le caliente el alma por un rato, una mueca que alumbre su noche, un instante o una moneda que le permita llegar a casa de vuelta.

Las horas pasaban y él seguía, inquebrantable, sacudiendo su tarrito con mucha esperanza. Así, todos los días renueva sus ilusiones; se pone su ropa lavada a mano y va a la plataforma 8 a regalarle una sonrisa a quien quiera verlo y sentirlo.
Siempre va a estar ahí, pidiendo a gritos, con la boca cerrada, un poco de amor.