Las olas se estrellan eufóricas contra las rocas; y el cielo, colmado de nubes ansiosas por descargar el agua de su vientre, no tiene piedad. Ninguna estrella se anima a asomar la nariz. Los árboles, lejanos, murmuran entre ellos sobre el viento que les hace cosquillas desde la copa hasta las últimas hojas del cuerpo. El sonido del agua, ensordecedor.
De la mano y corriendo se acercan dos personas ajenas al paisaje tan desocupado, pero dispuesto a abrazarlos.
Alegres se derrumban en el suelo jugando con la arena blanca y suave entre sus dedos. Sonrisas incesantes, caricias astutas.
Cuando el calor parece derretirlos, gotas caen sobre el rostro de ambos produciéndoles un leve alivio.
La noche comienza a envolverlos; perciben lentamente para que están acá.
Sus piernas se entrelazan intentando no soltarse jamás; las manos recorren suavemente la espalda del otro, juguetean con el pelo, los besos, los brazos, las lenguas desplazándose y haciendo garabatos en los cuellos, las travesuras. La respiración es cada vez más intensa y agitada, las miradas más profundas, los movimientos más violentos.
La lluvia los empapa y los excita cada vez más. Las olas son más rudas y parecen querer decirles algo, los árboles quieren animarlos; el aire parece querer irse para que solo perciban uno el aliento del otro. Todo se va amoldando a ellos. Esta es su noche.Hasta la luna decidió empañarse para darle lugar a las nubes que, tan dichosas, humedecen y bañan los cuerpos.
¡Qué afortunados! El agua recorre cada centímetro de las cinturas metiéndose y penetrando por todos rincones posibles sin pedir permiso. Sólo ellos. El tiempo se detiene perezosamente, los segundos se transforman en días los minutos en meses, las horas en años.
La boca de uno choca con la del otro fogosamente, se muerden los labios, estrellan sus cuerpos tan plenos, tan felices y extasiados.
Se sienten inmortales, llenos; pero quieren más: un lugar en la eternidad.
|