Del corazón de la tierra, anclada entre el monte y la niebla, apareció ante los ojos de Esteban la casa de su infancia. Pulsante presencia aferrada a lo intemporal, erigida en el alma de los recuerdos, resistiendo a los elementos del tiempo y la memoria, con toda la paz de los atardeceres.
Presentía que en estas tablas viejas, veteadas de musgos verdes, donde la forma se expresaba en arquitecturas lejanas, en geometrías tranquilas, estaba su propio eterno retorno. Puerta oculta del absoluto no sentido de las cosas, donde la vida se consume en el ciclo eterno de los días.
Alimento indiferente de Cronos.
Mientras se acercaba a la casa, ramalzos de viento ondulaban las chépicas, y en el aire diseñaban arreboles invisibles, barriendo las angustias.
La belleza difusa de esa imagen lejana, lo atraía con intensa fuerza. Su bastón de cerezo percibía el temblor de sus pasos sobre el sendero hacia la casa, que bordeaban espigas, malvas, florecillas silvestres y que, lentamente, lo aproximaban al esperado reencuentro con lo que no llegó a ser.
Se detuvo en el polvoriento patio. El mismo patio que tantas veces refrescara con baldes de agua fresca, con incansable energía infantil, mientras el sol del verano achicharraba los radales de la ramada.
Volvió a sentir el aroma a tierra mojada, por algún mecanismo mental cercano al milagro de la memoria. Ese polvo reseco que el agua del balde arrancaba a la tierra del patio lo volvió a sentir en sus narices, como algo tierno, lejano y primordial.
Entonces, lo derrotó la nostalgia, y el viejo lloró lágrimas hechas de la misma materia de su alegría con la que un día corría por los potreros detrás de sus perros.
Regresaban atardeceres, desde el canto nostálgico de un zorzal sobre el viejo manzano, a enredarse en su alma.
Esteban, pegado a la tierra, suspendido en el silencio se fue quedando sin infancia, sin vejez. Puro fluir de noches y estrellas palpitando en sus venas. Sombras celestes bebían la sangre de las rosas y teñían el horizonte de los cerros. Ladridos de perros lejanos.
En su rostro cansado, dicen que es así, flotaba algo del Rey Lear, como en el de todos los viejos.
Lo atenazaba un dolor desconocido, un hambre inagotable de amor, hogueras de sueños, traiciones, y fuerzas contradictorias se hermanaban en la débil luz que iluminaba el ocaso de un cuerpo cansado.
Sentía que en su último viaje a sus orígenes lo aplastaban las oportunidades perdidas, los destinos no vividos, geografías no incendiadas, caminos no recorridos: ”dime paloma por cuál me voy...”
Percibía con sobrehumana lucidez que una belleza sideral penetraba en el alma de la tierra de su infancia.
La belleza que lo rodeaba era grandiosa, dolorosa en su fugacidad, terrible, en su huida. Vibraba en el aire el símbolo, los mitos, las cosmogonías ingenuas y humanas, mientras los guardianes del misterio cabalgaban los caballos de la poesía, divertidos con el canto de los grillos y las rojas pinceladas que diseñaban en el crepúsculo.
Paralizado ante el escenario cambiante como un sueño, sintió el leve y delicado rumor de la brisa entre las hojas de los robles.
Una grácil llovizna comenzaba a caer en la nieve de sus cabellos, entonces se rompió el encanto que lo inmovilizaba y sus pasos lo llevaron hacia la vieja canoa, detrás de la casa, donde el pequeño cauce custodiaba el mismo canto del agua de entonces.
Agua fresca y silvestre que venía desde vertientes lejanas, ancladas en las profundidades húmedas de los bosques nativos. Su voz transparente era la misma que lo adormecía en sus noches de niño.
Su pieza estaba al lado de esa canoa y ese canto se escuchaba puro y dominante en las noches campesinas. Sobretodo cuando los activos ruidos del día dejaban su lugar a los rumores callados de la noche, y otro tipo de música brotaba desde la canoa llevando al niño campesino hacia los sueños azules de la infancia feliz.
Él estaba viejo, el agua de la canoa, siempre igual, eterna.
A Esteban lo envolvía una atmósfera onírica, donde planos diversos se alternaban, rompiendo sucesiones racionales y temporales. El tiempo se modificaba, el flujo mental pulverizaba la lógica, todo se diluía como una niebla matinal.
No lejos de la canoa se encontraba la misma huerta que fué. Allí se agrupaban ahora las primeras sombras nocturnas, débiles aún, pero ya tomaban el lugar del día que agonizaba. Cubrían con sus mantas oscuras el verdor del toronjil y la albahaca.
De improviso, como un relámpago, las sombras desaparecieron, escamoteadas por una pálida, pero intensa claridad lunar.
Lo saludaba esa misma luna, compañera de las gotas del rocío que se van a dormir sobre las hojas de las violetas y la menta, acompañando a la noche en su viaje hacia otras comarcas del planeta, en su juego con el día. Como la vida y la muerte.
Se dirigió por un agreste y tortuoso senderito que bajaba hacia una pequeña planicie, donde estaba un colmenar, un poco más abajo, el estero protegido de quilas, chilcos y árboles que aman el agua que baja desde las montañas.
Sobre su cabeza resplandecía la luna, colgada en la negra cúpula de la noche. Su pálida luz, iluminaba como un faro las grises moradas de las abejas.
Fragantes aromas con flores de pequeños racimos amarillos y algunos durazneros, protegían en un silencioso abrazo vegelal, el vibrante reposo de las rubias avecillas de Ronsard.
Sentía, Esteban, que su extraño viaje, el viaje de un alma que se va muriendo, era irrepetible. Los horizontes se le estrechaban, los pegasos no volaban, los silencios se rompían como un cristal, se hacían metálicos. Entonces un rayo, un corte de navaja cortó el aire, era el vuelo de un dorado moscardón, o tal vez, la Acherontia atropos, esa enorme mariposa nocturna, ladrona de la miel, que tiene una calavera en su tórax y emite un lamento de fantasma que embriaga a las abejas, o las subyuga, de modo que ella poude robarles su miel.
Algo cruzó el aire lunar, evidentemente, se dijo Esteban.
Se fué a visitar el viejo fogón, o sus ruinas, pero el recuerdo lo revivió y su mirada se quedó en las viejas paredes de maderas de raulí, ennegrecidas por el humo de tantos inviernos, en que él había participado al ritual de escuchar, sentados en viejos troncos alredor del fuego, historias de princesas, príncipes, asnos cargados de monedas de oro que caminaban por los caminos más oscuros.
El diablo era el personaje, con su diente de oro, sus espuelas de plata y su poncho negro, el que ponçia los pelos de punta y la piel de gallina, cuando el narrador, un viejo campesino de torrencial imaginación, contaba las aventuras de don Belzebú, mientras afuera aullaba el viento y la lluvia azotaba los maderos del viejo fogón.
El recuerdo de la tibieza del fuego, de las historias simples que acompañaban las noches de los campo de antaño, remeció las grietas de su mente, encendiendo la memoria. Esos relatos que buscan alumbrar las zonas donde dormía el miedo ancestral, y despertarlo, lograban hacer tambalear las certezas del real, la fuerza del mito dilataba pupilas, erizaban los pelos de la cabeza. El demonio rondaba, zumbaba en los oídos. Su dominio estaba intacto, aún.
Al calor de las llamas del canelo que impregnaban de aroma de bosques el fogón campesino, mecido por las ráfagas de viento y la lluvia sobre las tejas, los niños escuchaban las historias del diablo, y las certezas cotidianas se desintegraban poco a poco cuando el miedo aumentaba y las sombras en las viejas tablas formaban figuras inquietantes en medio al aquelarre de llamas luchando con la oscuridad del invierno.
En esas historias de noches campesinas, generalmente el Maligno vestía poncho de castilla negro, espuelas de plata de metálico sonido, brillantes dientes de oro, y que solía recorrer caminos solitarios en oscuras noches de viento, montado sobre un asno cargado de tesoros de belleza sin igual. Lo anunciaban lastimeros y prolongados aullidos de perros que hacían pararse los pelos a quienes los oían, y los animales corrían despavoridos por los potreros.
Esteban abandonó el los recuerdos del fogón y decidió de visitar los otros lugares de la casa, corredores, piezas, bodegas, infancia toda.
Abandonó el fogón alumbrado por una vela, que protegía con su mano de las ráfagas de viento y los chicotazos de la lluvia.
Frente a la puerta de ingreso a la casa se alzaba la escalera hacia el segundo piso. Escalera sólida de blancos peldaños de madera de álamo que crujían a cada paso suyo, lentos, degustando las sensaciones.
En el segundo piso lo embargó el aroma de maderas viejas, húmedad, polvo antiguo, y otros olores indefinidos, agrios, acres, quizás esqueletos de murciélagos o ratones, únicos moradores, junto a grillos y un mundo amplio de bacterias, insectos, gusanos, y tantas voces e imágemes que se quedaron flotando en el pasado del tiempo.
Las goteras que se filtraban del techo de tejuelas de maderas centenarias, componían variados sonidos. Las goteras en noches de invierno eran inolvidable música, para adormecer sus años de infancia y adolescencia. Goteras que caían dentro a tarros, tachos, baldes y era imposible, y no necesario, eliminar del todo.
Las flautas del viento gemían entre las rendijas de la casona, mientras allá lejos, entre potreros y cerros rústicos, los animales buscaban refugio en la profundidad de los montes.
En su búsqueda receptiva de recuerdos lejanos, lo remeció una improvisa, hiperbólica felicidad, de breve duración, como toda felicidad cuya esencia es la fugacidad. Una imagen, de intensidad y precisión casi reales, apareció ante sus ojos. El recuerdo casi hería con su belleza y fuerza de nostalgia.
En esa pieza, donde ahora estaba de pie contemplando la lluvia a través de los sucios ventanales y bajo la misma luz de vela que tenía ahora en su mano, vio a la chica alta, pálida, delgada, de risa fresca como las cerezas maduras, ojos oscuros, húmedos de alegría permanente y profundas ausencias, donde le parecía que ella se alejaba hacia mundos a él inalcanzables, y que le regalara, desde una mirada, un mundo entero.
Estaba entonces acostado en espera de dormir, en la palmatoria de loza blanca, la vela encendida. Ella apareció detrás de la puerta y le pide la luz. Cuando se va, desde la puerta lo miró intensamente. Le pareció un tiempo amplio como un día de infancia.
Entonces conoció el amor, esa fuerza desconocida hasta entonces, que le indicó un camino y un universo a gustar sin prisas.
Un poeta dijo que ya era posible morirse de primavera. Cuando esa imagen desapareció, pensó que ese poeta tenía razón.
El largo camino andado para llegar a la vieja casona de campo, al final del día, había cansado todos sus ancianos años, fue entonces que decidió ir a dormir a la pieza que fuera de sus abuelos, ubicada al final de la escalera que descendió con lentitud, sintiendo cada crujir de los peldaños que pisaba.
Leyó algunas frases de la antigua religión egipcia que hablaba de terribles castigos, como mutilaciones, en el Más Allá, pero fue el más acá que lo llevó a los brazos de Morfeo, rodeado del delicioso sonido de la lluvia, el viento y el cabalgar de las walkirias en medio a los truenos y las geométricas carreras y chillidos de los ratones del piso de arriba y las infaltables goteras de su infancia.
Sueños tranquilos lo envolvieron, cuando de pronto lo despertó el silencio de la noche. El temporal había dejado paso al titilar de las estrellas que pudo ver lejanas a través de la ventana. Le recordaron puntitos fijos de luciérnagas sobre el manto negro de la noche cordillerana.
Fue entonces que sintió con nítida precisión los pasos de alguien que descendía por la escalera.
Terminada su breve incursión por algunas página de lectura nocturna, unió sus ronquidos a los diversos sonidos de esa noche de temporal.
No recordaba cuánto tiempo estuvo viajando por las comarcas oníricas. Despertó de improviso, con el latigazo de la serpiente del miedo apoderándose de su voluntad.
Alguien estaba descendiendo por la escalera. Los pasos lentos, pausados hacían crujir los viejos peldaños de álamo. La noche, silenciosa.
Recogió su cuerpo como un caracol, en busca sino de valor, almenos de racionalidad. Logró encender la palmatoria e iluminó la escalera. No había nadie.
Nunca creyó en espíritus, fantasmas y fábulas parecidas. Ahora, sólo debía combatir contra el creciente miedo, única realidad que lo rodeaba y paralizaba su pensamiento. Una situación desesperada, porque cuando regresó a la cama y apagó la luz, los pasos recomenzaron a descender, desde el punto en que los interrumpiera la luz de la vela.
Enrollado en su miedo, con las fuerzas que lo abandonaban alcanzó a sentir que los pasos bajaban el último peldaño. Una breve pausa y se abre la puerta que daba al campo abiertor, dejando entrar una ráfaga de viento y el sonido más intenso de la lluvia.
La puerta se cerró detrás de lo que se alejaba, un golpe de tos rebelde, los pasos sobre el agua del patio. Un relincho de caballo, aullidos de perros en la lejanía y el vigoroso galope del caballo atravesando los potreros.
En su cama, el asesino entregó su alma.
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