La sombrilla roja
Amaneció lloviendo.
Marina se dirigió presurosa a su trabajo, bajo su sombrilla roja. Era fuerte la brisa; el agua salpicaba su ropa.
Bajo el toldo de una tienda cerrada aún, Adolfo se esforzaba para no ser alcanzado por la lluvia, pegándose a los cristales. Vio que ella se acercaba y pensó que lo podía ayudar a llegar a su destino también protegido bajo su sombrilla.
-¿Vas a la Parada? –le preguntó.
La mujer lo miró con curiosidad. “Los extraños suelen ser peligrosos”, piensó, aunque comprendió su situación y decidió encaminarle.
-Sí, a buscar el bus de la ruta 8. Ven. –le dijo, permitiendo la compañía del desconocido.
Tras caminar unos pasos, él le coloca una mano sobre el hombro derecho y Marina lo mira, nada conforme con su actitud.
-Perdón. No encuentro donde ponerla. –se excusó Adolfo exhibiendo una sonrisa ingenua, y para cambiar el tema le pregunta-: ¿vives aquí, en el barrio?
-Sí, a unas cuadras, en Los Robles 18. –le confía Marina.
La lluvia sigue areciando. Caminan con sus cuerpos pegados, tratando de no ser alcanzados por las persistentes gotas. Sortean los charcos que se acumulan sobre el pavimento. Apenas falta una cuadra para llegar.
-Hoy amaneció mi auto dañado ¡Precisamente! –le comenta la mujer y Adolfo la mira de soslayo.
-Qué pena. Es así, todo llega junto. –le dice solidario.
Llegaron a la Parada que tiene un largo banco de madera protegido por un techito abovedado de fibra plástica de color azul. Apenas se acomodan cuando ven acercarse un autobús que tiene un gran número 8 en el cristal.
-Es el mío. –dice ella, entusiasmada, y tan pronto se detiene se sube con rapidez, sin despedirse y dejando olvidada la sombrilla sobre el asiento. Él le grita:
-¡Señora! –pero es inútil, el autobús se aleja y ella ya no escucha-. Entonces él recuerda que le dio su dirección y decide que esa misma noche se lo devolverá, cuando regrese a su casa.
Ya oscuro, de vuelta al barrio, Adolfo se dirigió a “Los Robles 18”, la dirección dada por la mujer, no sin dudar de que ella realmente no viviera ahí.
Llegó a una casa con un jardín en penumbras y una amplia galería protegida con una verja de hierros y tocó el timbre.
Escucha que se acercan unos pasos. Se entreabre la puerta y es ella quien se asoma y al reconocerlo, quita la pequeña cadena que impide abrirla completamente. Le ofrece una sonrisa y le da la bienvenida.
Adolfo tiene la sombrilla roja en las manos. Se siente satisfecho de su honradez para con aquella mujer que le ayudó para que no llegara empapado a su trabajo por el intenso aguacero de la mañana.
-Te esperaba. Pensé que ya no vendrías. -le dijo Marina con un gesto de coquetería, y lo tomó de la mano invitándolo a pasar.
Alberto Vásquez.
|