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Lo que empezó como un juego fue tomando consistencia en la mente de aquellos nueve niños. Y así, mes tras mes y año tras año llegó la fecha de la reunión. Faltaban escasos días y desde distintos puntos de la nación se fueron haciendo los equipajes. Hacía treinta y cinco años que se habían juramentado con acudir a aquel lugar dejándolo todo por unos días. Habían hecho buenas migas en el internado.
Con ocasión del viaje de estudios arribaron a aquel puerto de mar tan distante del centro de enseñanza en el que habían pasado los tres últimos años. En aquella población sentados en un banco frente a la estatua de un prócer local al calor de la amistad y compartiendo un paquete de cigarrillos comprado por cuotas entre los concurrentes, alguien había lanzado la idea de que cuando fueran mayores se reunirían frente a aquel trozo de piedra esculpida. Un apretón de manos había sellado el compromiso.
Y hete aquí que entre bromas y veras había transcurrido el plazo. Hacía treinta y cinco años en los que habían tenido tiempo de crecer y dejar de ser unos niños pero a ninguno de los nueve compromisarios se le había olvidado el pacto. De una u otra forma habían ido madurando la idea; de una manera u otra habían ido madurando ellos mismos. No hizo falta recordatorios, ni llamadas telefónicas. Su destino se había bifurcado por aquellos días del hotel de la playa. Cada cual había escogido su camino y era llegada la fecha de la convergencia, de la reanudación de aquel hilo expositivo. De una manera natural se fueron reconduciendo los diferentes destinos. Como si no pudiera ser de otra forma se hizo el momento de la interrupción de la cotidianeidad para obedecer al llamado de los acuerdos inviolables de la infancia. Desde cada punto de la geografía donde se estaba llenando la maleta para el viaje se iba acumulando escepticismo sobre el éxito de la reunión en el sentido de la asistencia de los otros al evento. Al fin y al cabo- se pensaba- treinta y cinco años eran muchos para aquella prueba contra el tiempo. Pero con la misma meticulosidad se fue llenando de enseres el bagaje viajero. A ninguno importaba ser el único que acudiera a la cita frente a la estatua del personaje que aquel municipio costero había tenido a bien inmortalizar con aquella representación suya en piedra. Por dudarse, se hacía incluso de la posibilidad de que algún plan urbanístico hubiera arramblado con el recuerdo a aquel buen señor. Y es que treinta y cinco años- se barruntaba- eran muchos para que las cosas permanecieran. Lo que no faltaba- por alguna suerte de ensalmo- era la memoria sobre el hecho.
Por aquellos días del sello, liberados de obligaciones académicas y superada aquella etapa escolar que constituía una especie de ciclo, el mundo sonreía a todos los veraneantes de aquel colegio de internos. Atrás quedaban los exámenes finales y el esfuerzo por superarlos. Sobre el labio superior asomaba una sombra de bigote en quien más y en quien menos y los desarrollos hormonales apuntaban nuevas exigencias. Fue en este seno de primeros cubatas, cigarrillos y escarceos erótico festivos donde surgió el compromiso. Era como una acción de gracias por aquella felicidad que confluía en el destino vacacional y que de aquella manera tan gratuita se les brindaba. El mundo daría muchas vueltas, la vida colocaría a unos y otros en unos y otros lugares. A algunos sonreiría la fortuna, a otros le mostraría su hocico romo. Flotarían sobre el destino con la solvencia de un corcho unos, y la vida engulliría y escupiría como a un hueso de aceituna las ilusiones forjadas por aquellos a quien decidiera no mostrar su rostro amable. Pero, entonces, todos eran los mismos. Cada cual tenía la misma parte alícuota de felicidad futura, la misma que el derecho que se tenía sobre aquel paquete de tabaco rubio comprado entre los nueve.
En aquel contexto del pasado se empezaron a hacer los equipajes.
El hombre en piedra del libro entre las manos era un literato que había dado la villa hacía un siglo. Don Carlos Solana se llamaba, y ningún plan urbanístico lo había removido del lugar. Sólo que un poco más oscuro pues las huellas del tiempo se mostraron en este sentido, de apretar el colorido. Por lo demás, las mismas palomas revoloteando sobre su figura. Lo que no estaba era el banco. El parque había sido remodelado y los viejos árboles y sus sombras habían sido arrancadas del recinto. Una estructura moderna donde predominaba el cemento y el acero había sustituido con sus diversos ambientes al fragor- frescor de aquel lejano verano del setenta y nueve que acogiera a los jóvenes estudiantes del internado y sus planes de veraneo.
En la torridez de los días corrientes los veraneantes ocupaban unas y otras zonas. No muy lejos de la estatua del prócer, las aguas del mar lamían una y otra vez con la paciencia de un encasador de joyas las rocas. El concurrido escenario del reencuentro esperaba la aparición de los jóvenes.
Misteriosamente aquel llamado de la sangre fue produciendo sus frutos. Desde distintos lugares fueron viniendo los antiguos internos. Apenas recordaban sus nombres pero sí la estatua de Don Carlos y el acuerdo por el que se juramentaron hacía exactamente treinta y cinco años. La pregunta que se hacían era invariablemente la misma: perdone, es usted de la reunión del internado, y en ese mismo instante el otro dejaba de ser un extraño. Así, como en un cuento maravilloso, accedieron uno a uno los veraneantes de aquel lejano verano hasta hacer el número de ocho.
A cierta distancia alguien estaba observando la escena. Había empeñado su reloj para hacer aquel viaje comprometido. Invertido su dinero en mitad de aquella crisis. Sus raídos ropajes y greñas, amén que poblada y descuidada barba, lo situaban en el espacio de la carencia. El transeúnte había pasado la noche bajo aquellas estrellas. Aun así se armó de valor y se dirigió a sus compañeros. Sólo en el último instante le fallaron los ánimos. Cruzó cerca del grupo que circundaba el recuerdo de Don Carlos Solana. De su indumenta, que portaba al hombro, cayó una rebeca. El que más cerca del grupo estaba la recogió del suelo y la ofreció, sin saberlo, al excompañero. Se cruzaron por un breve instante las miradas. El suficiente, sin embargo, para reconocer aquella expresión de los ojos de la infancia.
En ese momento, quien recogiera la prenda, dijo:
- No vendrá el que falta.
Y sin tener muy en cuenta la concordancia y con un tono de voz suficiente para que se le oyera, añadió.
- Sólo faltó él.
Mientras, el hombre que había empeñado el instrumento que da las horas, se alejaba con el corazón contento perdiéndose en la distancia entre el nutrido grupo de gentes en concurrencia.

Texto agregado el 27-01-2016, y leído por 100 visitantes. (0 votos)


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