La noche se aleja en su carruaje de sombras, llevándose la agreste calma del labriego, los pequeños y significativos riudos del follaje, el arrullo de los amores silvestres, alguna pluma de lechuza que arrancó el esquive del roedor y el lenguaje del arroyo que, en noches de calma, pareciera comunicarse con las estrellas en un código innominado.
El oro sideral derramó su caricia sobre el trigal y la amapola, sobre el bosque y el copihue. Esmeraldinos coleópteros dejaron caprichosos arabescos sobre los senderos sinuosos, como mudos testigos de sus aventuras nocturnas.
Los trovadores alados, al parecer obedeciendo órdenes de alguna fuerza misteriosa y armónica, velada para el hombre, con rítmica precisión siembran de besos musicales la bullente campiña.
Cada especie de estas sonoras y gratas avecillas posee su propio y particular repertorio, con las más exquisitas melodías, con los más variados ritmos y sonidos, que han interpretados desde las épocas más remotas de la historia de la tierra, cuando el hombre, tal vez, sólo se insinuaba como especie.
Los amaneceres son indelebles improntas de ambrosía para quienes se han dado cita con la infancia y las fuerzas cósmicas que explotan como ardientes volcanes, en la sangre, en la savia, en la brisa, en la flor, en el agua, en el viento, en la piedra... en el misterio.
Llega el mediodía y la vida continúa su marcha indetenible, el sol estival abrasa las sementeras y el aire. Todo disminuye su ritmo, un gran letargo se extiende sobre lo animado e inanimado. El zumbido de algún dorado moscardón interrumpe alguna siesta, mientras las mariposas, cual papelillos multicolores, salpican de colores las huertas y los jardines.
Las rubias hijas de Aristeo, las blondas avecillas de Ronsard, las melifluas y familiares abejas visitan incansablemente las amatistas flores del poleo, extrayendo su dulce secreto.
El mediodía es calma, es reposo, es el término de la fase vivencial de luminocidad ascendente. El universo del insecto y del pájaro, del árbol y de la flor, del animal y del hombre reagrupa fuerzas para continuar su implacable ciclo evolutivo.
Continúa girando esta piedra cósmica llamada Tierra, y la tarde se desengancha en locas carreras de becerros, ladrar de perros y balar de ganado.
El zorzal, desde la fragante umbría del arrayán, anuncia el crepúsculo con nostálgica sinfonía, se le une el pidén y el estero.
Las turgentes cerezas, cual senos de adolescente enamorada, contemplan las llamaradas de los arreboles en el horizonte, mientras los luceros, heraldos de la Vía Láctea, se asoman en la bóveda celeste con lejana timidez.
La naturaleza es sagrada, está lejos de todo adjetivo. Cada día es única, es inédita, hay que mirarla siempre como la primera vez, con una mirada nueva, prístina, primordial...
¿Qué ocurrirá más allá de las estrellas? ¿Reinará acaso el silencio absoluto, el frío total, la oscuridad eterna, la soledad definitiva?
¿Será necesario ir más allá de las estrellas?
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