Pepe, el “Chompiras” para los cuates y Lupita, “Yvone” su apelativo artístico, formaban una pareja singular. Él era gigoló para decirlo en forma elegante y ella su pupila. El paso de los años había hecho que el buen Chompiras no fuera ya el macho alfa (con su porte de galán: alto, moreno, guapo, resbaloso, etc.). Ahora andaba si no en la omega, si en la calvicie y en la curva que adornaba su abdomen. A pesar de eso Lupita seguía enamorada de su cortejador. Él, conforme a la tradición de su bajuno oficio, la trataba con despego y arrogancia. Un día ella le dijo al Chompiras para mostrarle su enamoramiento: “¡Me traes hecha una pendeja!” “No es cierto —se defendió él—. Ya venías así cuando te conocí.”

Yo, por desgracia siempre he tenido una suerte negra con las damas, así que un día le pedí un consejo para el amor.
El Chompiras se quedó un rato pensativo y convencido me aleccionó: “Antes y después, lo importante son las caricias.