Don Astacio, profesor universitario, al llegar a su casa encontró a su esposa en el lecho conyugal que con alegría retozaba con un desconocido. Bueno, desconocido para él. No para ella, que rebuznaba y lo llamaba con voz acezante: “Cochototas”, “Papacito”, “Maaás – Maaás”, “Negro lindo”, “Papucho” “Y así…”
El maestro con la dignidad y parsimonia que lo caracterizaba primero dejó su sombrero, su paraguas, su bufanda y su abrigo en el perchero y después con justa indignación se dirigió a los adúlteros:
—Pecatriz, pelandusca, perdularios.
—Ay viejo —dijo la mujer—. Tú, con tus palabras raras. No ves que estoy ocupada con la visita.
—Eso será usted viejo pinche —reviró el mancebo sin perder el ritmo en el in & out.
Al cornúpeta no le quedó más remedio que dirigirse a la cocina para prepararse un café. Triste, no por los devaneos de su conyugue, a los cuales ya estaba acostumbrado, sino por el mal empleo del lenguaje, del cual era un purista.
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