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La quebrada no quedaba muy lejos, solo había que cruzar un potrero, llegar a un cominito pedregoso y seguir caminando hasta llegar a otro potrero y a la allá se veía un gran árbol de genísaro bajo el cual yacía una pequeña casa con algunas tablas desencajadas y tejas que se le caían, luego estaba una bajada que daba a unas piedras entre las cuales fluía el agua sonora y limpia del riachuelo que llamábamos la quebrada. La casita estaba abandonada, nadie se atrevía a volver a habitarla, ni la remendaban, ni se llevaban nada de ahí, ella sola se iba consumiendo, iba desapareciendo con el paso del tiempo, la naturaleza misma la estaba reclamando. Los que pasábamos por ahí, lo hacíamos de prisa, evitando pasar de noche por temor a que nos sucediera lo que les sucedió a los que antes vivían ahí, en la casa que ahora decían; estaba embrujada.
Nuestra única intención esa día,como muchos otros anteriores, era pescar. Mi hermano mayor y dos amigos recorrimos la quebrada aguas arriba buscando posas en donde sabíamos que estaban los más hermosos guapotes, en una de esas posas, la más grande, es en la que permanecíamos por más tiempo, cada quién ocupaba su lugar alrededor de ella, pero eso sí, todos callados. No faltaba quien se metía al agua para despegar su anzuelo de una roca; “este fue un cangrejo” decía mientras metía su brazo y la mitad de su cara al agua, a veces se zabuía por completo cuando el anzuelo pegado estaba en aguas más profundas.
Era invierno y nos sorprendió la lluvia, calló un aguacero y el agua de la quebrada se tornó achocolatada, entonces los barbudos comenzaron a picar y uno a uno se pegaban a nuestros anzuelos comiéndose las mazamorras que poníamos de carnada, estábamos entusiasmados, pues nunca habíamos tenido tanta suerte. En tiempo record cada uno de nosotros teníamos al menos cinco pecados más o menos grandes, pero luego dejaron de picar y nosotros queríamos más, pues casi toda la tarde no habíamos pescado nada y solo fue en ese corto periodo de tiempo, mientras duró la lluvia, que logramos pescarlo que teníamos. Así, esperando obtener más barbudos, se nos pasó la hora en que debíamos regresar, cuando comenzó a oscurecer nos acordamos de la casa embrujada y de los coyotes que rondaban la zona, casi corriendo nos dispusimos a irnos, al divisar la casa cuesta arriba, nuestros corazones comenzaron a palpitar más aceleradamente, nadie decía una sola palabra, a medida que nos acercábamos nos parecía escuchar ruidos que venían desde adentro de la supuestamente abandonada casa, no mirábamos luces, ni bulto, nada de lo que podría suponer que alguien estaba en la casa o que algo estaba acechándonos en la pasada.
—¡El Simiseque! Gritó Goyo que iba adelante al mismo tiempo que echó a correr, tras él los demás le seguimos corriendo también. Pasamos el susto, no era nada o por lo menos no vimos nada, corrimos hasta que nos cansamos, nadie se quedó atrás.
—Caminemos rápido—dijo nuevamente el alborotista que nos había hecho pegar la carrera y el mismo que llevaba un pedazo de machete, más bien parecía que solo era el mango, seguro creía que con eso podía defenderse o defendernos de cualquier cosa que nos saliera al paso, como los coyotes, quizás eran perros descarriados,que se hacían escuchar en la lejanía.
Ya un poco calmados pregunté:
—¿Oe, Goyo, y qué es el Siquequique?
—Sisimique —me corrigió— es un animal que se parece a un hombre mono y que tiene los pies al revés, él fue el que se llevó a las dos mujeres que vivían en esa casa, se las robó porque eran chavalas bonitas.
—Y que no era que el papá de ellas se volvió loco y las macheteó, luego él también se quitó la vida, eso es lo que yo sabía y hasta dicen que saleel fantasma de él por las noches con el gran machete.
—No, fue el Sisimique —volvió a recalcar Goyo.
—Simisiqui, hasta ahora lo escucho.
—Pues dicen que en esa quebrada vive un Simisique que sale buscando alguna mujer que se esté bañando en horas de la noche. Cuando ese señor que construyó esa casa, le dijo a algunas personas que lo iba hacer, todos le dijeron que no la construyera ahí en ese lugar, que era peligroso y que ya antes había pasado una tragedia por culpa de ese Simisique a otra familia que tenía su casita cerca de la quebrada, pero el señor no hizo caso y le pasó lo que le pasó.
—¡Ala! y hasta ahora nos decís eso, si hubiera sabido, no vengo a esta quebrada —Dijo Raúl, al parecer el más miedoso de todos.
Acababa de decir eso cuando el mismo Goyo, líder del grupo, siempre a la cabeza, se detuvo callándonos con un fuerte ¡ssshh!Luego dijo: Ahí viene alguien.
—Yo no veo a nadie —dijo Eddy mi hermano, pues la oscuridad estaba opacando la poca luz que del sol quedaba.
—¡Caminemos hombre, si no es nada!No ven que los coyotes nos van a alcanzar, ellos huelen los pescados —dijo el que iba en la cola.
Comenzamos nuevamente a caminar, el regreso me parecía más lejos que la ida y de seguro que más de alguno pensaba lo mismo que yo. Tambiénestaba casi seguro que habíamos extraviado el camino.
El baquiano machetero de nuevo dijo ¡ssshh! —Ahí viene alguien.
Pero esta vez no se detuvo y todos continuamos la marcha a pasos agigantados en fila india sobre el caminito donde a veces pisábamos alguna que otra plasta de vaca y pupú de caballo.
—¡¿Y ese ruido?!
—Eso fue un conejo.
—¡¿Y ese otro?!
—Es una lechuza.
Preguntaba uno y respondía otro, hasta que un ruido en particular, parecido a un gruñido, nos dejó pensando que animal podría ser.
—¡¿Y ese ruido?! Al fin se hizo la pregunta pero nadie respondió.
—¡El Simisique! —de nuevo el grito seguido de la carrera, pero esta vez la cosa fue diferente, pues Goyo corriendo tropezó con algo, con una piedra lo más probable, y cayó sobre el sarroso pedazo de machete que llevaba,objeto que ahora sí,al parecer,se había convertido en un arma letal.
Nosotros nos reímos de él creyendo que se levantaría enseguida sacudiéndose la tierra de su cuerpo, pero solo escuchamos un ¡hay! y Goyono se movía.
—¿¡Qué te pasó!?—le preguntamos mientras nos agachábamos para asistirlo.
—¡Creo que me ensarté el machete!—nos dijo aterrado,y con ambas manos en su estómago se incorporó sentándose.
No podíamos ver con claridad, pero sabíamos que estaba sangrando, presentíamos lo peor.
—Solo es una cortadita—dijo Goyo poniéndose de pie, sentimos alivio al saber que no se había ensartado por completo el susodicho machete. Recogió lo que en el suelo había dejado y continuamos con la marcha, ahora con un herido al que cuidar, olvidándonos por completo lo de aquel extraño y fuerte gruñido.
—Ahí viene alguien —de nuevo lo que ya parecía una cantaleta.
Se escuchaba el galopear de unos cascos, quizás de caballo, sobre el zacate que se extendía a lo largo y ancho del potrero por el cual estábamos pasando. Ante la penumbra pudimos divisar al jinete que se nos acercaba alumbrándonos con una lámpara y saludándonos con un ¡Joo! Era mi tío.
—¡Ideay chavalos!Iba a buscarlos, pensábamos que se habían perdido.
—¡Goyo se cortó! —dijimos todos en voz alta casi en coro.
Mi tío se bajó de su caballo y examinó con su linterna la herida de Goyo.
—Se te van a salir las tripas —dijo en tono de broma.
Se lo llevó en caballo y diciendo:
—Hay llegan ustedes, voy a llevar a Goyo a que lo curen.
Al rato ya estábamos pasando el cerco y agarrando el sendero que conducía directo a la casa.
Cenando pescado frito relatábamos con detalle nuestro encuentro cercano con el Siquequique... digo; Sisimique.
FIN
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Cuento incluido en el libro "Cuentos y Mitos de Nicaragua" segunda edición.
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