La casa no era modesta, quizás se podría decir humilde, pero no modesta. No le faltaba nada de lo poco que tenía, tal vez lo mínimo, pero si suficiente como para vivir cómodo en ella.
Jacinto, cabeza de familia y padre de tres hijos, dos varones y una nena, la del medio, era laborioso y ahorrativo, posiblemente más ahorrativo de lo que uno pudiera haber deseado, pero su obsesión era el mañana.
Si unas medias, por demasiado viejas, ya merecían ser tiradas, el siempre preguntaba: “¿Y qué te pondrás mañana?”, pregunta que se repetía ante cada ruego o pedido que implicara un “algo mas”: otro plato de sopa… ¿Y qué comerás mañana?... una hora más de televisión…. ¿Y qué verás mañana?
Gracias a esa muletilla, inacabable frase que frustraba todos los deseos, Jacinto ahorraba moneda sobre moneda. Y lo que ahorraba en dineros, lo malgastaba en cariños y ternuras.
Aún así, pudo llevar adelante su hogar, no digamos que con privaciones, sino más bien con lo justo. Ni una miga más, ni una pizca que se desperdicie, todo sea por lo que pudiera suceder mañana.
Y ese mañana, que nunca se desea que llegue, final e inesperadamente, un día se presenta y dice, de insospechada manera, aquí estoy. Tal vez no se presente como fue imaginado, con catástrofes y hambrunas para las que , como Jacinto, uno pacientemente se pertrechó de fondos suficientes.
El mañana del buen y agarrado Jacinto, hizo su presencia golpeándolo donde no esperaba ser golpeado.
Todo sucedió en una cena, los cinco miembros de la familia ocupando cada uno su lugar, asignado aun antes de que nacieran: Jacinto en una cabecera, a su derecha la mujer, que de tan sumisa ni el nombre se recuerda, al lado de esta, la hija, que iba transitando por el mismo camino que su madre en cuanto a sumisión se refiere.
A la izquierda de Jacinto, el niño menor, demasiado párvulo para opinar o decir nada. En la otra cabecera, el Saturnino, primogénito y orgullo del Jacinto, pues ya sus anchos hombros y sus brazos fuertes ayudaban al ingreso monetario de la familia.
Sobre la mesa, los respectivos platos, los cacharros de metal que oficiaban de vasos (y en otras oportunidades de tazas), los cubiertos, una olla con el mismo potaje de todos los días, garbanzos cosechados en la casa, algunas papas también de la propia quinta, un trozo de carne no mayor a un puño que religiosamente se dividía en cinco porciones iguales, caldo, mucho caldo, porque el agua no faltaba y una hogaza de pan que en la mañana de ayer se había cocinado.
Servidos por la madre los respectivos platos, y luego que Jacinto agradeciera con su eterna letanía: ”Gracias Dios por lo que hoy nos das y no nos descuides en el mañana”, el silencio solo es roto por algún que otro ruido que se siente al sorber el caldo.
Saturnino, desde su cabecera, pide a su padre una rebanada de pan.
- “Toma esta tajada hijo, que por ella me veras”
- “Démela bien gorda padre, aunque nunca lo vea mas” |