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Inicio / Cuenteros Locales / Pato-Guacalas / El cielo y el infierno me sostienen.

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Para Tamara, con cariño.

Subí al vagón, me senté y cerré los ojos tratando de olvidar aquel miserable día, uno de mis peores, peores días. Me sentía mal, estúpido, estaba harto. Un cansancio horrible me invadía y no quería recordar, no quería no quería… recordaba, sin embargo. ¡Qué día! ¡Qué maldito día! Mi carro, mi celular, mis llaves, mi agenda, mi dinero, mi novia, mi trabajo, todo, todo perdido.

Primero mi novia, la muy puta, fajando con el jefe: los tundí a madrazos, uno, dos, tres a los infelices. Lógico, el jefe me despidió. Después, en una bocacalle, me interceptan, se suben, me quitan el carro me dan una tranquiza y me avientan por ahí: nada que decir; sólo que, desesperado, en el percance, el único pantalón decente que gozaba, tronado horriblemente por detrás.

Adiós carro. Adiós cartera. Adiós celular. Malditas ratas. Maldita vida. Maldito mundo. Estaba hasta aquí del día: de trámites, de declaraciones, de papeleo. La aseguradora: “esperé unos días, nosotros le llamamos”. Fin. Un boleto del metro y a la chingada.

Pero bueno, qué podía hacer, mañana sería otro día, me relajé, y, estirando las piernas, humilde, me dije: “de lo peor, lo menos peor”: seguía entero y ya antes había cenado, que era lo importante. En la cartera cargaba miserables 100 pesos.

Abrí entonces los ojos y al final del vagón me sorprendió ver una muchacha de pelo negro y ondulado, la muchacha era hermosísima, divina, rostro de ángel.

La miré más detenidamente: sí, una belleza: labios tiernos, carnosos, una nariz pequeña, roma, ojos oscuros, profundos, y un radiante hoyito del lado derecho de su aterciopelado rostro. Vestía apretados jeans azul claro, botas de minero gris y una sudadera ligera del mismo color.

Yo la miraba, la miraba, sí, porque, ¡oh, Dios!, ¡oh, sorpresa!, ella también me miraba; nos mirábamos; los dos ahí: impávidos, desconcertados; paladeando deliciosamente cada uno el rostro del otro.

Puede decirse entonces lo que quiera pero en ese instante mi cansancio voló; mi odio voló; mi corazón voló; pero no, mi corazón latió a todo lo que daba. En un segundo mi vida había dado un giro de 180° como una vil y miserable moneda de cobre convertida relampagueántemente en oro.

Iba entonces a sonreírle, cuando de la nada salió un idiota sombrerudo y el sombrerudo fue a sentarse justo enfrente de ella, tapándonos la vista.

Rápido como un rayo me paré, di uno, dos, tres pasos y en un santiamén, lo más discreto que pude, llegué a su lado. Pero ya no se encontraba ahí, se había corrido al otro asiento, el de la ventanilla, y un imbécil había saltado al suyo, el contiguo, el único asiento disponible.

Ahora otro idiota cara de mono estaba entre nosotros. Ya eran dos.

En ese instante el vagón pujó, avanzó, pujó otra vez y avanzó ya sin contratiempo.

Fue como si me despertara; miré alrededor: uffff, me encontraba en el metro; sí, el maldito metro; y con él todo el atajo de nacos de siempre; bueno, no todos, ella no.

El vagón no estaba lleno. Sólo donde no debía. ¡Precisamente ahí! ¡Ahí!

No miré a nadie, no quería mezclarme; odie, solamente; estaba enojado, yo siempre odio cuando me enojo, que no es lo mismo, y escupo; cuando me enojo escupo. Un reflejo del cual no quiero hablar.

Esta vez escupí, pero verticalmente, muy discreto y despacio, y el escupitajo ensució el zapato del sombrerudo. ¡Ja!, justo en el blanco, me dije.

Y el muy retrasado arrugó el morro.
Maldito, había roto la magia.

Fue odioso.

Pero más odioso fue darme cuenta que el susodicho era un indio, un indio de lo más feo: flaco, flaco, seco, seco, con una mugrosa y raída camisa y un pantalón lustroso, viejo, viejo.

No sé, pero me separé lo más que pude, no fuera a ensuciarme.

Molesta, igual, imagino, ella se había arrinconado y pegado su cabeza al cristal de la ventanilla. Allí nada nos obstruía la vista, pero ya no hizo por mirarme. Había fijado su mirada en la ventana y se había sumido en sus pensamientos.

Entonces su rostro se contrajo, se tornó obscuro, abatido.

Un mal pensamiento, me dije.

Cerró los ojos y después de un mohín, lentamente, una lágrima, después otra, escurrieron por su mejilla.

Me sorprendió; no lo esperaba; sentí gusto, no obstante; un gusto prodigioso y ruin a la vez, pues me recordó lo odioso de mi día.

¿Pero ella?... ¿Ella?... me pregunté… ¿Por qué ella?.... Volví a mirarla, sí, no había duda: la hermosísima entre las hermosísimas lloraba.

Entonces todo en mí se hizo chiquito, luego grande, luego se expandió aún más, colosalmente, estallando en una mágica y festiva comprensión. Y todo pareció detenerse: el tiempo, el metro, las estrellas… no, las estrellas no, las estrellas saltaron locas de sus órbitas y su esplendor, siempre tan lejano, por fin fue mío.

Era el Destino, me dije. Sí, el Destino. Eso era. Quería unirnos. Por eso estaba yo ahí.

Entonces se desocupó el asiento enfrente de ella y directo fui a socorrerla.

Ella levantó la vista y me observó, era aún más hermosa de cerca. Le sonreí, ella hizo una mueca y se recargó nuevamente en la ventana. Me senté y quedé a la expectativa, observándola.

Fue entonces que escuché una voz, no la de ella, sino la de una especie de aplanadora resquebrajando todo a su paso, lo que se escucha seguramente cuando se transmuta el oro en cobre.

Dijo: “¿Qué-me-ves, pendejo?

Quedé estupefacto. ¿Había escuchado bien? Tal vez había malinterpretado sus palabras. "Sí, sí", me dije, seguramente eso pasaba. Entonces sonreí lo más natural posible y esperé ahora sí una reacción clara.

Con el mismo tono sin embargo: “¡me escuchaste bien, imbécil, ve-te-al-dia-blo!”, volvió a arremeter.

Esa voz, esa voz... --me dije--. Yo estaba seguro que conocía esa voz.

Turbinas, motores de avión, mil cadenas rebotando locas por el suelo, mi cabeza en ese momento era un torbellino, una matraca de ideas, pero yo estaba seguro que conocía esa voz.

Volví a mirarla, ahora más detenidamente...

Un parpadeo y… ¡ya está! Sí. Descubrí de quien se trataba. Me bastó un instante confirmarlo.

Era la pelos, la pelambres, la hermanita del Canchola: 1° de secundaria. No lo podía creer. La niña más desaliñada, jiotosa y flaca de su salón: mi primera novia. Bueno, novia de un día, ni un día, de un recreo, cuando apenas alcanzaba 12 años y aún no tenía los suficientes pantalones para declararme a quien de verdad sí me gustaba.

Sólo nos habíamos tomado de la mano, un rato, antes de que mis compañeros empezaran con sus burlas y yo huyera apenado.

Nunca más le volví a hablar, ni en los cumpleaños siguientes del Canchola, que no la vi. ¿O sí?... No importa.

Entonces ella se levantó bruscamente, me cruzó rauda y con gran estrépito de zapatos alcanzó pronto el otro extremo del vagón, donde aventó sus cosas y se derrumbó en uno de los asientos dobles, dándome crasamente la espalda.

Yo no podía dejar de mirarla. Estaba absorto. Confuso. Sentía una cosa oscura y pesada oprimiéndome el pecho. Tampoco podía serenarme. Suspiraba. No dejaba de voltear. Debía hacer algo. Hablarle. Confesarle mis sentimientos. Sucesos así no se repiten dos veces en la vida.

Sin embargo antes de levantarme e ir y disculparme y ponerme a sus pies, intempestivamente ella se levantó: llegábamos a una parada y seguro se disponía a bajar.

Salté entonces de mi asiento y como pude llegué hasta ella. Me encontraba ya a sus espaldas, dispuesto a todo, cuando, sorprendido, observé pronto cómo ella doblaba furiosa su brazo derecho, mostrándome el dedo medio por encima del hombro, sin voltear.

No tuve más remedio que mirar para otro lado, desentendiéndome del hecho; pero ella no se entretuvo allí, arreció más en su afán y mascullando no sólo una sino una retahíla de frases, detuvo mi avance, y, evaporando cualquier esperanza por mí concebida, “¡vete al diablo, maldito Luis!”, me dijo, y cuando di un paso buscando una explicación: “¡ni te me acerques, gordo mantecoso!”.

Entonces torres enormes de cristal se vinieron abajo y una avalancha de resquebrajados sueños arrastraron como desperdicios mis expectativas de caballero andante. Tosí, carraspeé, me rasqué la nariz, en ese momento un bloque de concreto era menos pesado que yo. Pasaron milenios, o eso supuse.

Sin embargo --debo decirlo-- el cielo y el infierno me sostenían: cientos de horas frente al espejo confirmaban sin duda de que yo no era cualquier hijo de vecino; no, de ninguna manera. Si de algo estaba seguro era de mí valía y de la suerte de este mundo de tenerme respirando su inmundo aire y de caminar en sus mugrosas calles. "Un Miguel Ángel o un Modigliani no valen siquiera la mugre de debajo de una de tus uñas, hijo", decía mi mami. Tosí fuerte, levanté el rostro, me rasqué la nariz, y, en automático, como un toro embravecido, emergí, resplandeciente y firme, como emerge una estrella en medio del desastre, despejándome y encontrándome pronto en un estado donde todo de algún modo tiene sentido, transformado en un fiero guerrero conquistador de mundos.

Miré entonces a mi amada, sus finos y delineados hombros, y, desde esa altura, una ardiente cumbre de soles, se abrió ante mí el tan anhelado paraíso: “¡retrasado mental, hijo de mami, cara de hipopótamo!”, escuché, y me dio comezón, no digo dónde pero un fuerte crepitar de ropas alivió gratamente esa parte y suspiré aliviado.

Miré entonces su silueta, la sedosa y exquisita forma de su curvilíneo cuerpo, y recordé sin querer hermosos pasajes bíblicos del cantar de los cantares, y me rasque con aún más ganas, y quedé satisfecho, ahora las luces en el vagón y las estrellas en el cielo me apapachaban.

Pensé entonces en alisadas joyas de alabastro, en celestes emanaciones de pensamientos tersos, en sinuosas y verdes laderas bañadas por un sol amarillo y angelical: “¡pendejo pelos de alambre, boca de chancla, nariz de torta!”, volví a escuchar, pero ya había llegado a su trasero y nada podía empañar esa visión de idílico ensueño, y suspiré aliviado y loco por el avasallante imperio de aquellas turgencias carnívoras de princesa valiente, dejándome llevar como se deja llevar la vida, y caminé derechito y sin perder detalle hundido en una embriaguez desatada, digna sólo de los inmortales Dioses, y bailé y bailé y bailé como bailan los faunos alrededor un ser bendecido: “¡chaparro cucho, patas de charro, maldito ojos de sapo!”.

Una bolsa negra retacada de no sé qué se mantenía sujeta por una correa, y delicadamente, a cada bamboleo del vagón, golpeteaba con dulzura sus deliciosas pompas, y por un instante, aunque sólo fuera por uno, yo quería ser esa bolsa, esa tela, esa carga: “¡remedo de hombre, insecto enajenado, idiota sin sesos!”, fue lo último que escuché, se abrieron las puertas y un tumulto glacial la tomó entre sus brazos y a empujones se la llevó perdiéndola veloz en un mar de gente que instantáneamente se volvió en un mar de idiotas.

En ese momento la magia desapareció y de inmediato aparecieron casi medio centenar de sonrisas burlonas y horrorosos rostros escudriñando mis ojos.

Todo el pasaje me miraba.

¡Malditos!, me dije. ¡Buenos para nada! ¡Puro muertodehambre!

Yo les reté, levantando digno el rostro: pero sólo trompetillas y un cuchicheo cobarde recorrió el vagón. Ninguno me enfrentó.

Entonces escupí a diestra y siniestra: ¡no eran nada, no significaban nada, no sabían nada!

Estaban tan lejos de mí como yo de su vida: su perra vida.

En ese mismo momento sólo deseaba volar y alcanzar con mi mano la mano de ella; hincarme y entregarle mi corazón como se entrega una joya. Estuve apunto pero me contuve, unas continuas e indiscretas ráfagas en el trasero me lo impidieron. No hice nada. No pude. Me quedé ahí, absorto, mudo, perdido en aquel infierno diminuto de seres patéticos. ¿Qué podía hacer?

La silueta de mi amada a lo lejos era sólo eso, una minúscula y vana silueta en el hueco deseo de mi mente: había desaparecido.

Entonces las puertas del vagón empezaron a cerrarse y yo raudo salté impulsado por no sé qué estupidez interna.

¡Chin!, dije, pues mi parada era una estación adelante.

Y eso fue todo, la puntilla de un día infernal.

Nada podía compararse ni consolarme en ese momento.

¿Qué había hecho yo?, me preguntaba. ¿Por qué a mí? ¡A mí, precisamente! Si todos lo saben, no hay pierde, es un hecho, soy buenisisisima onda, se los juro, por Dios, mis hijos lo dicen: buenisisisisima onda, mi esposa lo dice, mi madre, que es una santa, se los juro, por Dios, por ésta: buenisisisisma onda…

Texto agregado el 22-01-2016, y leído por 534 visitantes. (14 votos)


Lectores Opinan
05-08-2016 Me gustó. Me resultó un muy buen detalle el cierre que hiciste con ese último párrafo, como si me lo gritaras. guy
23-03-2016 1. Tu forma de narrar es única. Cuentas como si hablaras y uno se queda perplejo oyéndote. Cuentas y vuelves a contar, y uno quiere llegar hasta el final porque aunque repites y repites y vuelves a repetir frases completas, es agradable leerte y se quiere saber el final. La historia que cuentas, si, perfecta con el título y con la actitud del personaje principal de la trama. SOFIAMA
23-03-2016 2. Todo el relato es desopilante, pero a mí me fascinó lo de la novia de un solo recreo, jajajaja. Tremendamente genial. Felicito tu creatividad y naturalidad. Creo que has impuesto un nuevo estilo de narración escrita. De excelencia. Un full abrazo. SOFIAMA
29-01-2016 Que pasos de aquí allá en esa imaginación traviesa. Descripciones increíbles, detalles que se tocaban en cada pasaje descrito y sin olvidar el pantalón incómodamente averiado, único contacto a tierra firme. Me a encantado este cielo e infierno que te sostienen. jdp
27-01-2016 leerte es como ir a un banquete7de los que lo invitan a uno con tarjeta/pues se requiere ropa de etiqueta/para tus exquisitos escritos un MEMBRETE. julianga
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