Amor efímero

Saúl abrió los ojos sorprendido con la presencia, a pocas pulgadas de su rostro, de la mujer con la que había soñado toda la vida. Sí, era ella: la reconocería entre otras doscientas pues tenía los ojos, la sonrisa y su piel era también del color del pan recién horneado. Sus dedos, largos como los de una pianista, sostenían un pañuelo que pasaba por su cara, y parecía sangre lo que absorbía la tela blanca.
Sólo entonces hizo conciencia del dolor que sentía en el rostro, los brazos y el torso, dolor que pretendió ignorar ante la presencia de aquel ángel con apariencia humana, sin lugar a dudas escapado de los predios celestiales.
La miró con ansiedad y recibió de vuelta una sonrisa tierna y comprensiva.
-¿Quién eres? ¿Por qué estoy aquí? –le preguntó intrigado.
-Soy Sara y te estoy auxiliando. Acabas de tener un terrible accidente. ¡Mira tu auto allí, como quedó!
Saúl recordó entonces el estruendo del choque y miró su coche a poca distancia, casi destruido y humeante, mientras en sus adentros concebía una idea: “¡Bendito ese accidente que te trajo hasta mí!”.
-La ambulancia viene de camino. Necesitamos llevarte urgente al hospital. –Fue lo último que escuchó antes de perder la conciencia que recuperó, enyesado y entubado, en una cama vestida de blanco, con Sara ¿Cómo olvidar su nombre? aún a su lado.
-Quizás sea prematuro… pero debo decirte que hace tiempo te esperaba. –logró decir Saúl haciendo un esfuerzo, mientras ella lo miraba desconcertada pero satisfecha. Era evidente que entre los dos existía una atmósfera de simpatía y complicidad.
-No pude abandonarte a tu suerte. Te haré compañía hasta que localicen algún familiar tuyo. –manifestó ella, evadiendo la insinuación del accidentado.
-No tengo a nadie…pero te encontré a ti, lo que más anhelaba. –volvió a la carga Saúl.
Ella sonrió. ¿Qué hombre era éste que aun en sus precarias condiciones de salud no cesaba de insinuar amor y aspirar a ser correspondido por una persona que acababa de conocer? Aunque su situación era extremadamente delicada, ya lo habían confirmado los médicos, él no parecía intuirlo, parece que anonadado como estaba por los golpes… y por su presencia.
-Debo marcharme. -anunció Sara, después de permanecer un rato prudente haciéndole compañía, y se incorporó mientras veía una mirada ansiosa que buscaba la suya.
-¿Vol…verás ma…mañana? –suplicó él, con voz incoherente. “Sí. -le respondió, tomando su cartera para salir discretamente-. Mejórate”. ´
Y regresó la mañana siguiente, un día gris de incesante llovizna. El cuarto estaba oscuro; Saúl dormía mientras una enfermera somnolienta revisaba la aguja del suero que se había desprendido de su brazo izquierdo.
Sara se sentó a su lado y tomó su mano. Él abandonó su letargo; abrió ligeramente los ojos y pareció sonreír. “Estuvo muy mal toda la noche; se la pasó pronunciando un nombre…Sara”, le contó la enfermera antes de retirarse.
La habitación quedó sumergida en un silencio espeso. Tomados de las manos, se miraron y el ambiente se cargó de una energía sublime, casi divina, que ambos sentían fluir por sus cuerpos. Antes de partir, sin poder articular palabras, él apretó con las pocas fuerzas que le quedaban, las manos del gran amor anhelado por tanto tiempo que, aunque efímero, le brindó en las últimas horas la mayor felicidad de toda su vida.

Alberto Vásquez.