Un puñal me espía desde el espejo, me sonríe el filo azotado por la luz.
No ha sido vida esta letanía, no ha sido más que un manojo mustio de momentos.
No, no tuve madre aunque tampoco la tuvo el Caos. Nació negro, de la nada, manchado de horas, florecido de inviernos, con carbones bajo los brazos y nidos de pájaro en el entrecejo.
Fue el verde del monte el que atrajo mi canto condenado. Lo rodeé con los brazos mientras despuntaba el alba, a lo lejos, en una esquina del cielo.
Mandarina, me llamaban los viajeros. Atardecer de los Dioses, me gritaba el peregrino. Nunca entendí los idiomas plañidos, nunca traduje una sonrisa, hasta que se volvió blanco el primero de mis cabellos. Se pudrió el fruto de la inocencia en cuajarones de sangre chorreando entre mis piernas. Tuve hambre y el mundo amamantó mi tristeza. Leches nuevas en cada Luna Llena. Ser una con el negror infinito, ser una con el silencio.
Trepaba las murallas, incierta. El equilibrio era en mis venas delirio que sabía de mi insolencia.
Damócles adorador de la espada!!! Prometeo acariciando al buitre que devora sus entrañas!!
Nunca amé más el sonido que cuando me destruyó los tímpanos, nunca abracé más el amor cenagal que cuando le tuve masticándome los ojos ensangrentados.
Y hélo aquí por fin, el drama rojo en tres actos.
Ondeando como la vela de un barco, el fúnebre sudario.
El aliento pútrido del pozo donde descansa tu frente
La daga consorte de la vida que desgarra. |