Las manos del anciano
Al día siguiente intentaba tragar saliva al encontrar la mención de su nombre en el periódico local, dentro de una nota de agradecimiento publicada por los familiares a la atención de los facultativos.
La llamaron con urgencia, la ambulancia lo acababa de regurgitar en una camilla, zarandeando un cuerpo sin ganas. Los familiares conforme llegaban fueron encallando contra el mostrador, amontonando preguntas frente al cartel de información; llegaban en desespero, impacientes por conocer si su padre pudiera luchar después de esta embestida de sus órganos, que se negaban a funcionar en acuerdo. Junto a él permanecía en silencio la hija, la que otras veces lo había acompañado a la consulta, casi a rastras forzaba a su padre entrar, para que después de todo sólo respondiera:
—No me ocurre nada doctora, es mejor que mire porqué a mi niña no se le van esas convulsiones que le continúan desde pequeña, ¿aún no ha salido nada para eso?
Sólo aquella vez, cuando marchaba, en un escorzo inesperado pidió a la hija que saliera de la consulta, y a solas con la doctora, le cogió las manos, le buscó los ojos y el anciano lo dejó todo claro:
—Sinceramente, doctorcita, no es que no crea que sus medicinas curen, pero uno ya lo vio casi todo, y tengo mis remedios para aflojar los dolores, estos achaques. Los de mi quinta, cuando uno entra en médicos, ya no tiene arreglo, es mejor así.
En el interior del recinto habían trasvasado al anciano a una cama de urgencia. Desplegando un biombo, dispusieron goteros y artilugios con una celeridad mecánica a su alrededor. Entraban y salían de la estancia, las voces en alto corrían por los pasillos, gritando requerimientos, en un ajetreo incesante de batas de un lado para otro.
El blanco de las paredes parecía conmocionar a los parientes, haciéndolos enmudecer, amarrados a los bancos de plásticos de la sala de espera.
La doctora replegó la cortina del biombo. Un instante después entraba de nuevo portando un electrocardiógrafo, lo dispuso a un costado de la cama, siquiera conectó los electrodos. Se sentó a su lado. Las ampollas de fármacos intactas. Tomó las manos del anciano. Silenció la alarma. Pasó alguna hora. Así quedó.
|