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Pareciera que el pueblo es otro. Nos invade la modernidad. Tenemos ahora una carretera asfáltica que comunica a otros municipios cercanos y también a la gran ciudad. Estos ingenieros o pendejos de obras les valió madre la piedra de siglos y la arrancaron para poner una capa gris que en breve estará llena de hoyos. A la piedra de la cantera se le resbalaron los siglos y estaba tan lozana como si la hubiesen puesto ayer las manos abuelas. Las casas, que eran de techos de teja, están cambiando a losas de cemento. Los aromas que revoloteaban por la mañana o tarde cada día, los siento lejanos. Caminaba por la calle principal y se venía el olor a pan, a café recién tostado y el revuelo que hacía el aroma de la vainilla cuando era el tiempo en que se asoleaba en los patios. Hoy, los olores son a diesel quemado y, en vez de escuchar el griterío de los cotorros, se oye el ruido de los motores acelerados en la terminal de autobuses que pusieron a un lado del parque.

No estoy tan viejo, estoy llegando a mis cincuenta años, pero al sentir lo que el pueblo ha cambiado, me acomodé a la política para dar a conocer mis ideas. No estoy fuera de tiempo, estoy de acuerdo que nos comuniquemos, que haya red eléctrica e internet. Antes el agua llegaba a las casas porque las señoras iban al pozo o bien se acarreaba en burros, hoy sólo das vuelta a una manija. Lo que me patea es que jodan la armonía. Ese enlace que no se ve, pero que une en un todo a las partes. Un pendejo dice que es mejor el cemento que la piedra, un presidente autoriza que las tejas se sustituyan por una losa plana, y un tarado les da permiso a los transportistas para que lleguen al corazón del pueblo y empiecen a lastimar lo que ha durado siglos.

Los días de plaza es una locura. Cada quien trae una bocina de alta potencia y se pone a gritar. Tenemos ruido, smog y contaminación visual. Por supuesto que hay otros problemas que hay que discutirlos. ¿A dónde va la basura? Lo sabe, sé que lo sabe, pues a un tiradero a cielo abierto. Antes, el pueblo se mantenía de la vainilla, el café, la pimienta, la ganadería; y cuando no había para comprar, jalaba uno al monte y conseguía carne de conejo, armadillo, frutas silvestres y no faltaba el compadre que le prestara una fanega de maíz. Los arroyos tenían camarones o acamayas y peces. Esto ya es pasado, ahora todo tiene dueño; y si entras a una propiedad, corres el riesgo de que te avienten a tiros. Tuvimos un buen ciudadano que nos hizo ver que las cosas para la indiada se iban a poner de la patada.
Celedonio ya no está. Se fue a otros silencios. Nos dejó el quehacer de seguir tallando y tallando para hacer camino y seguir.
- Si se tiene que hacer huecos para enterrar la tubería o el drenaje hagámoslo, pero dejemos igual de ordenada la piedra. Que los autobuses ubiquen su terminal fuera del centro para que no destruyan con su peso lo que fue construido para carretas. Respetemos los árboles centenarios que embellecen el pueblo pues han sido testigos del quehacer de nuestra historia. Cuidemos a nuestros niños dándoles desde que nacen una buena nutrición, ellos serán vértebra.
Así nos platicaba nuestro amigo que sólo término su instrucción primaria.
-Voy a hacer mi casa en cuatro meses - decía - y zas, la hizo.
- Traeré el agua desde el manantial.
Un año después ya no teníamos que ir camino a la montaña, llegaba el agua a una pileta. Fue un hombre de palabra.

El grupo me eligió para continuar esta tarea que será de años. Fui tomado en cuenta para el ejercicio de la nueva comuna. Es un puesto menor, pero al menos tenemos voz y voto. Me comunicaron que me haría cargo de ordenar los archivos que yacen en cartones, cajas de madera, y los recientes en modernos archiveros de metal. Este pueblo tiene más de trescientos años. A los movimientos sociales les gusta la lumbre, y casi la totalidad de los documentos se han hecho ceniza. En esa tarea estaba cuando me encontré un folder en una vieja caja de cartón que decía: “Gestión de salud del médico en servicio social de 1972”. Lo limpié del polvo. En muchas de las hojas, la tinta se había corrido y al hojearlo salía esa capa de humedad y vejez. “Cox es un pueblo de más de trescientos años de edad que medio entiende el español y que se cura con hierbas y a la buena de dios…” En esa fecha tendría como diez años. Interrumpí la lectura, me quedé perdido y pude verme montado en el burro. También pude vislumbrarlo a él, el médico, sudoroso. Minutos antes había aterrizado la avioneta, y él venía en ella.

Recordé que había sido su mandadero. Me llamo Moisés, pero el médico me decía Moi. Recordé cuando llegó. Estuvo más de un año y se me vino a la cabeza las pláticas que tuvieron Celedonio y él. Pues él y Cele, como él le decía, lograron una buena amistad. Me pude ver en la memoria.
Teníamos años sin matasanos. Lo vi subir sudoroso y jadeaba como si le apretaran el pescuezo. Pensé que era otro maestro. El tipo chaparrón y relleno se detenía cada cuadra, una para descansar; en otras se le iba la mirada o levantaba la cabeza como si tomara tragos de olor porque las señoras tostaban el café a todas horas. Luego, se perdió en la subida que da hacia el parque y es que a un lado se encentraban las oficinas del municipio.

Ángel, el topil, era el encargado de llevar y traer recados de los que trabajan en la presidencia, contó que el fuereño era médico y que había platicado con el presidente, y le firmó los papeles para que los llevase a la capital del estado. Antes de retirarse, le preguntó si en el pueblo había dentista, y Ángel con una mueca en la boca le preguntó que si también sacaba muelas.
- Para nada - le dijo.
- Hay un sacamuelas que viene de vez en cuando, recorre los pueblos de la sierra; y según sé, algunos se atienden con él, le informó Ángel.

Vivía y aún vivo a cien metros de la entrada principal del pueblo. Por las tardes, después de que llegaba de la escuela, vendía agua del manantial. Jeremías, mi burro, se aparcaba a un lado de la fuente. Yo, con una manguera, servía el agua hacia los tambores. Conocía bien mi comunidad que siempre estaba pendiente de lo que sucedía; y como a la gente le da por hablar, me enteraba de los chismes. Mi lugar preferido era la iglesia, no porque me gustara rezar mucho, sino que desde allí se veía el paisaje de la planada. Árboles gigantes de zapote, mangos, cedros, caobas y los maizales. También se mira el campo de futbol, pero en ese tiempo lo habían acondicionado para que bajara la avioneta que enlazaba a los pueblos con la ciudad grande.
- La iglesia es hermosa, la hicieron sin máquinas, con el sudor y la fe de los que ya no están - decía el cura Panchito. Tiene más de trescientos años.
El atrio tenía una plancha de cantera extensa; y en la ausencia del padre, llevaba mi cometa y la subía en instantes, pues el sitio por la tarde era nido de vientos. Me invadía la fascinación de ser cometa y ser vecino de las nubes, viendo de frente a las parvadas de pájaros que llegaban o se iban según fuese el tiempo, mirar el río y compararlo con una víbora de agua.

Ver el rio me hacía escuchar el agua y me conectaba con las mulas de los arrieros que llegaban desde otros pueblos a vendernos sus mercancías o con las señoras que temprano iban con sus maletas de ropa, y al mediodía regresaban con ella: blanca y oliendo a jabón. Ellas se llevaban a los críos para aprovechar el agua y darles una bañada. A mí me gustaba ir con mi mamá ya que era divertido chapolear y ver tanto animalito que se escondía debajo de las piedras: tortugas, peces, camarones, y en los charcos miles de gusarapos. Algunas veces pasaban los loros con su griterío, y el cielo se ponía de colores. En otras eran las mariposas que llegaban de no sé dónde y pasaban junto a nosotros tan cerca que nos mareaban de tanta pintura que traían. Las libélulas zumbaban, ¡qué manera de volar! Ese azul intenso que parecía cambiar a dorado, era increíble. Mi vista jugaba carreras con ellas y siempre me ganaban. Cuando crecí un poco más, mi madre me dio quehaceres.
- ¡Anda, cuida a tus hermanos!, me decía, ¡qué no se metan más allá de la piedra grande que se ahogan! Tú ya puedes cargar, así que te llevas la maleta chica.

El rio y el cielo me alocaban los pensamientos. La pandorga surcaba como zopilote, parecía estarse quieta, daba vueltas y cansada del mismo lugar, buscaba otro acomodo. En ocasiones me ponía de acuerdo con José, un amigo de la escuela, y jugábamos. Aplastábamos una corcholata de tal manera que quedase delgada y filosa y la ensartábamos en el hilo y éstas subían. Con esa arma jugamos vencidas, sabíamos que el que perdiese no recuperaría la pandorga. Cuando veíamos que el padre ya venía por el camino, bajábamos las pandorgas y desaparecíamos del atrio. Ahora José ya no es un niño y vive en una comunidad más grande y forma parte de una organización campesina.


Mi padre salía muy temprano de la casa, pero mamá, aunque no iba a ninguna parte, se levantaba antes, así se hubiese acostado más tarde. Mi papá se servía un café con pan y se llevaba un tente en píe porque su regreso era al anochecer. Sabía que era aserrador y que tenía fama de sacar la tabla más limpia de todos los aserradores, lo buscaban y decían que tenía unos ojos de regla. Un día, me dijo mi padre.
- Acabo de comprar un burro y unos tambores, aprenderás a montar y venderás agua a las personas que no quieran cargarla desde el manantial hasta su casa. El dinero servirá para ir pagando el asno y para comprarte zapatos. Todos debemos de ayudar en la casa.
En la mañana a la escuela, en la tarde a vender agua, y el tiempo de las pandorgas se fue y llegó el de las obligaciones.

El domingo es un día que parece fiesta. Llegan familiares de comunidades más pequeñas y nos juntamos hasta cuatro o cinco primos, incluyendo a dos primas que son latosas. Ellos venden lo que cosechan y compran lo que por allá no hay. Las tías se van temprano con sus maridos a vender calabazas frescas, la flor, frijol de vaina, maíz, hojas de maíz. Con la venta compran condimentos, hilos de colores, y si se pudiese hasta chanclas de hule de llanta para los hijos o bien algunos metros de manta.

En el mercado no falta qué comprar, hay de todo y para todos. Los arrieros que traen sus mercancías vienen de diferentes pueblos y traen para que todos los ojos se prenden. Mis primas siempre se agarran de la mano y van como dos cotorritas. A veces hablan en voz baja y se ríen, en otras se oyen carcajadas de cosas que se cuentan. De nuestra casa al mercado son como seis cuadras, pero si te vas por el atajo, te ahorras dos.

Las calles son empedradas, las puertas y ventanas labradas en madera de cedro, caoba o carboncillo, de paredes gruesas y tejados rojos. Los hombres caminan por delante, atrás las mujeres cargando sus bolsas y en la espalda el chilpayate. De blanco los hombres y las mujeres con blusas bordadas de colores. Ellas, mis primas cotorras, detienen las miradas en los muchachos más grandes y una de ellas, que es la más atrevida, deja sonrisas en cada momento. Primero ven los que les gusta, el problema es que les gusta todo: pulseras, collares, aretes, peinetas de colores y ligas con alguna florecita para sujetarse el pelo. Luego, piden zapatos, telas para estrenar un vestido y, aunque no lo dicen ni piden, ansían comprarse pintura para las cejas y los ojos. Las señoras ven y guardan silencio, saben de antemano que no hay suficiente dinero para comprarse una buena tela, un par de zapatos o bien unos aretes de oro. Se conforman con tener condimentos para cocinar, hilos de colores para los remiendos y veladoras para ofrendar a la virgen. A los hombres se les van los ojos con los arreos del caballo, aunque la mayor parte de ellos no tiene caballo, pero no dejan de admirar lo bien hechos que están. Donde más se detienen son en las botas y los sombreros; y no pierden la oportunidad de sentir en su cabeza la textura y la belleza, por lo que se miden los que más pueden y, si acaso, compran los de palma que son los más baratos. A mí me gustan las canicas, hay de dos tipos, unas que llamamos “Agüitas” que son transparentes y otras que nombramos “Tiritos” que es una combinación de opacidad y transparencia y que parece que tienen vida dentro. Hay juguetes de madera, baleros, trompos y Charpes con los que puedes lanzar piedras para, al menos, asustar a los pájaros que llegan a comerse el maíz tierno. Es un gran barullo los domingos en el centro del pueblo, parece una fiesta. Si levantas la nariz te llegan olores de pan recién horneado, de pailas donde la carne de puerco se fríe en su manteca. En otro lado, tuestan el café, en hilera ponen los tendidos de vainilla y aplaudes a las manos que tejen figuras de flores, pirámides, búhos. Los arrieros empiezan a empacar a eso de las cuatro de la tarde, otros más temprano porque seguramente irán más lejos. La mitad de las gentes se va después del mediodía, algunos llevan su comisaria, otros, que no son pocos, se quedan tirados sobre las banquetas, dormidos y babeados por que tomaron mucha caña.

Yo veo a mi pueblo bonito, es porqué aquí nací, pero otros, llegaron de fuera y se quedaron, así que algo bello debe de tener mi pueblo. El médico viene de fuera, de la gran ciudad y seguramente estudió en la misma capital de mi país. Para llegar a la gran ciudad tiene uno que irse muy temprano a caballo, cuatro horas después se llega a la carretera y uno espera hasta que llega un autobús. Tres horas después, con suerte, llegará. En la avioneta son veinte minutos.

Así que llegó el médico. Llegó a la casa de Doña Licha, Doña Licha es buena gente, sus hijas también, y es cliente mía pues a diario le llevo una carga de agua. Seguramente me lo encontraré un día de estos. Le llevo un año a mi hermano y quiere ir adonde voy. Salió mejor que yo para manejar al burro. Está flaco, correoso y tiene las piernas cortas, pero muy fuertes y puede aferrarse bien a la panza del burro, así que rápido aprendió a no ser tirado por la bestia, aunque ésta trote, vaya a paso, suba por calles empinadas. El burro nos aguantaba a los dos, pero cuando lo cargábamos de agua, íbamos a pie. Al finalizar el trabajo, le cortábamos zacate tierno, o le dábamos un cuartillo de maíz o lo llevamos al campo, y el animal escogía su pastura. Mientras lo hacía, se le subían algunos pajarillos y éste se dejaba.

El médico encontró posada con Doña Licha. Durante el día, el cuarto funcionaba como consultorio, y por la noche como dormitorio. La casa de ella se componía de una sala amplia, una cocina y tres dormitorios. Atrás había un patio con árboles frutales; y bajo un naranjo, en un tronco, un molino de mano; y a un lado, el mortero. Tenía dos hijas y un chaval como de cuatro años de edad. El esposo muy temprano se iba a su rancho y llegaba cuando caía la tarde. Doña Licha era mujer alta, delgada, muy trabajadora y siempre dispuesta a ayudar. Las muchachas siempre con una sonrisa diciéndome: “baja del burro y vente a tomarte una taza de café”. La gente de por aquí te invita a tomar café, en vez de agua, pero es que el café se toma como agua pues no está cargado, tiene canela y se endulza con panela. La mezcla quita la sed y vuelven las ganas de trabajar. Yo siempre tuve ganas de tomar café, así que no me decían dos veces y aceptaba. Ya dentro, si doña Licha estaba haciendo el almuerzo, me obsequiaba una o dos tortillas calientes, embarradas de chile y de frijol. Algunas veces me topé por instantes con el médico que consultaba en el cuarto que daba a la calle y que abría siempre para disponer de luz, o bien lo veía de espaldas, cuando el miraba por la ventana.

Corriendo llegué a la escuela, para mi sorpresa, vi a mis compañeros jugar en el patio.
-¿No ha llegado el maestro?
-Está con el médico, dentro del salón.
-¿Se puso enfermo?

-No. Estamos pasando a consulta de cinco en cinco. El maestro pesa y mide a los compañeros y después el médico revisa y apunta en su libreta.
-¿Entonces, ya no va a haber clase?
-Si va a haber, el médico es rápido, ya pasaron diez.
Cuando me revisaba, bromeó conmigo y me dijo que me estaban comiendo las lombrices y que me veía pálido, aunque comiera bien, había que sacarme los parásitos. A todos nos dio receta. A dos compañeros los citó con sus padres a su consultorio y no sé qué más le dijo al maestro.

En otoño, nuestro pueblo se llena de aves. Dice mi mamá que son patos y que llegan a los pantanos. Hay otras que gritan tanto que lastiman los oídos, son de color café oscuro. Mucha gente va para allá con el fin de cazar y comer carne de pato o de chachalaca y si no cazan nada, entonces, se traen unas varas que tienen un capuchón en la punta, las ponen al sol hasta que se secan y con la pelusa que sueltan se rellenan las almohadas.

Aquí en el pueblo no hay moscos, pero en las sabanas te siguen y si te dejas te quedas sin sangre. Bueno, no tanto, pero si te inyectan enfermedades como el paludismo, eso nos los dijo el médico. Aquí cuando empieza a hacer frío, hace frío porque no viene solo, sino que se acompaña de gotitas frías, puntiagudas y heladas, le decimos chipi-chipi. Fríos que se adelantan o bien se atrasan, pero que duran de ocho días en adelante. En esos días, el café con pan es una bendición, pues te calienta rico, días que también hay que trabajar pues las señoras necesitan de agua no tan sólo para bañarse, sino para cocinar y peor si tienen niños chiquitos. Dice mi papá que son tiempos de reumas y de tos, y que a los viejitos hay que cuidarlos porque la calaca tiene gusto por ellos.

Cuando llegué con Doña Licha para entregarle su agua. Escuché que decía.
-Dr. Ya llegó el niño del agua
-¿Entiendes bien el totonaco? Me dijo, viendo directo a mis ojos.
Le conteste moviendo la cabeza de arriba abajo.
-¿Quieres trabajar conmigo por las mañanas? Pues en las tardes vas a la escuela.
-Tengo que pedir permiso a mi papá. Le dije serio.
No cabía de gusto, sabía de antemano que me dirían que sí. En la casa no sobraba el dinero, y mi hermano ya estaba listo para tomar la rienda del burro y repartir el agua. Mi padre se puso contento ya que no dejaría la escuela, y mi labor era llegar por la mañana barrer y esperar órdenes del médico. Empezaría la próxima semana. Supe que le habían rentado la casa deshabitada, que se ubicaba muy cerca de mi casa. Mis primeras tareas consistieron en dejarla limpia y raspar las paredes y prepararla para que la pintura luciera mientras el carpintero y su ayudante revisaban y revisaban la madera recién traída
-Moisés, ¿sabes de alguna muchacha que quisiera trabajar conmigo? Yo le enseñaría a inyectar, a curar y a tomar la presión.
Repasé mentalmente a las casas donde iba a entregar el agua y encontré que en tres de ellas había una muchacha como la que necesitaba el Dr. Le dije que sí.

Sonia era una muchacha morena, delgada con un pelo oscuro que le llegaba a la cintura, vivía con su mamá, su hermana y sobrinos. Lo mejor de ella era su limpieza pues siempre la veía como si fuese a ir a una fiesta y sonriendo. Sonreía con sencillez y dejaba ver sus dientes blancos y ordenados. Le dije, y sin pensarlo mucho, me contestó que iría a hablar con él.
Después de diez días de trabajo y terminada la labor de carpintería. La casa se había transformado. Muchas veces tuve oportunidad de ayudarle al maestro Fili, quien fue el que diseñó el espacio que dividió en tres. El primero era el consultorio con un escritorio y un par de sillas. En medio quedó la sala de espera, y en un espacio más grande se colocaron seis catres que servirían para los enfermos graves. Atrás, del lado izquierdo, se habilitó un dormitorio para el médico. En el extremo derecho se hizo un techado de lámina. Había una estufa, una mesa y dos sillas, y aún quedaba un pequeño rectángulo que serviría de jardín.

Cuando el médico me ordenó que viniera a la casa a hacer la limpieza, las paredes olían a humedad, la pintura se levantaba en jirones, y el piso estaba lleno de guano. Una casa abandonada, paredes de ladrillo y techo de teja. Mi padre le consiguió la madera a buen precio, seca, color rojo, jaspeada. Don Fili y un ayudante fijaban la mirada por el canto de la tabla, la pusieron sobre el banco de trabajo y, poco a poco, entró el cepillo. A un lado quedaban los risos y el olor de la madera se dispersó en el ambiente. La tabla cepillada dejó ver el dibujo caprichoso que formaba corrientes, nudos, remolinos y rectángulos de colores. El olor viejo se fue disipando, y el ambiente comenzó a oler a cedro. Los carpinteros armaron el escritorio, las sillas y los catres. Fue entonces cuando comprendí que los carpinteros tienen las manos llenas de callos de paciencia y de creatividad. En poco tiempo la vivienda tenía vida. Quince días después el médico se instaló. Sonia era poco a poco instruida en cómo poner una inyección, tomar la temperatura, la presión. Por la tarde se retiraba a su casa y el doctor se quedaba solo. Por las noches iba con doña Licha y cenaba con la familia.

Antes de que se instalara el médico, poca gente caminaba por aquí. Ahora pasan más, algunos queriendo venderle algo, otros por curiosidad, y más de alguna muchacha he visto que fisgonea. A todos los vecinos los conozco. Enfrente vive doña Candi, es la esposa de un vaquero que trabaja con el ganadero más rico de la región. Ella tiene muchos hijos y el vaquero Blas no aporta lo suficiente para que coman, por lo que ella lava, plancha y ve cómo le hace para llevar alimento. Ya hizo amistad con el médico. De vez en cuando le trae un café, un atole o bien alguna gordita de masa con chile que él recibe de buen gusto. A dos cuadras está el taller de Don Gregorio, papá de Celedonio, Ramiro y Blas. El abuelo no trabaja, pero sí Ramiro quien se encarga de herrar los caballos. Celedonio es un buen tipo, sale muy temprano a trabajar con las brigadas del gobierno que combaten el mosco que transmite el paludismo. Tiene mucha amistad con mi papá, y mi mamá le dijo que viniera a ver el médico porque cada vez se le mira más pálido.

La calle donde está el consultorio es una media calle porque el arroyo la adelgaza tanto que en el tramo que sube queda un espacio que apenas pueden pasar un caballo o una mula cargada. Es un atajo para ir al centro del pueblo porque que al doblar, se sale a la calle principal donde está el negocio de Don Isidro, un señor solo, pues sus hijos se fueron y su esposa tiene años que murió. En su tienda vende jarros, cazuelas, comales y otras chucherías. Tiene un tapanco que le sirve para poner mercancía, pero también se observa un ataúd de pura tabla de cedro. Vi cuando enojado le decía a Ángel, el topil, que no le pediría nada al municipio ni a ninguno de sus amigos. Por eso había mandado hacer su féretro a la medida, pues aún a sus ochenta y tantos años mide uno setenta y ocho centímetros. En contra esquina está la panadería de don Jesús. Él es el culpable de que a las siete de la mañana que pasaba en mi primer viaje, los olores del pan llegaran a mi encuentro. Cuando le dejaba el agua, tomaba mi pan y el me los iba contando. Habíamos hecho el trato de que eran diez panes por un viaje de agua. Después se dio cuenta mi hermano, y el pan tuvo que dividirse.


El domingo fuimos a misa y al salir vimos a Doña Licha. Mi mamá y ella se conocen desde niñas. A mi madre le platicó lo que sucedió por la noche.
- El médico esperaba su cena. Con ambas manos rodeaba la taza que contenía café caliente. Había hecho huevo con chorizo y el comal estaba a punto para echar las tortillas cuando escuché que tocaban con insistencia a la puerta. Era una noche oscura, usted recordará, mucha neblina, agua afilada e insistente y mucho frío. No reconocí al muchacho en ese momento, pero hablaba atropelladamente en su dialecto, quería una consulta con el médico, y yo le preguntaba que dónde estaba el enfermo, y él me decía que en el cementerio. Sorprendida le dije que en el cementerio estaban los difuntos y no los enfermos. Ya más en calma, me dijo que su esposa la habían enterrado al medio día, pero uno de sus hermanos que vive en una comunidad cercana, llegó tarde y se fue a despedir de ella y le juró al cuñado que escuchó ruidos raros en la fosa, como si golpearan el ataúd. Ya en la casa, la mamá se preguntó en voz alta.
-¿Y… si estuviese viva?
Salieron corriendo hacía las oficinas del palacio municipal y en el camino se encontraron a Jesús Guerra que ocupa el cargo de seguridad. Éste, de inmediato, mandó a dos policías a investigar y que de una buena vez se llevaran el tubo de fierro y para que lo enterraran a un lado del ataúd, pensando que de esa manera le podría llegar algo de aire. Él le dijo al marido que viniera a buscar el Dr., para que diera testimonio si la difunta había resucitado.
- Quieren una consulta, le dije.
Abrí la ventana no se veía a dos metros de mis ojos, y el frío se hacía más frio fuera de la casa.
-¿A dónde hay que ir? Me preguntó.
Le contesté que no era lejos. Que era en el cementerio. Por poco se le atraganta el café.
-¿En el cementerio?, pregunto.
Le expliqué lo que me había contado su esposo y me sorprendió diciéndome que iría. Mi esposo que estaba pendiente, dijo.
-¡Yo lo acompañaré!
Se puso sus botas, se cubrió con un sarape y arriba del sarape se colocó la manga. Dos horas después regresó, dejó al médico a unos cuantos pasos de su nuevo consultorio. Era cerca de la media noche y Servando me encontró despierta y con un tazón de café.
-¡Cuéntame le dije!
Me quedé pensando en la difunta: ¡tan solita y con esta lluvia que hela!

Por fin vi a Celedonio llegar al consultorio cuando yo partía hacia la escuela. Al día siguiente, lo vi en la herradora. Seguramente lo convenció de que dejase el trabajo de fumigar con DDT. Ahora viene cada tercer día para ser inyectado por Sonia. Un día, escuché que le decía.
-Dr. Rubén, cuando no tenga quien le ayude o que le vengan a hablar de noche, dígame. Al fin que ya sabe dónde vivo y con gusto lo acompaño.

Por esos días los caminos se habían transformado, pues había partes que eran charcas de lodo apestoso. Celedonio le sugirió que sería bueno que se comprara un caballo y días después teníamos como parte del equipo a la Gurrumina, una yegua no tan joven, pero mansa y que no era mañosa. Tenía un pasito coqueto y por lo que escuchaba era que había sido educada para que la montase alguna señora.

Con cepillo de cerdas finas le fui quitando telarañas y el polvo acumulado durante tantos años. Algunas hojas se habían pegado y por fortuna cedieron. Era la hora de salir a comer, guardé el folder y salí a la calle. Me gusta caminar y al pasar por la iglesia, me pregunto.
- ¿Cómo le hicieron para construirla? Me asomo y veo el paisaje, con menos árboles y de aquel verde brillante, ahora se mira cenizo.

Tengo que pasar por las calles que bordean al mercado donde los domingos se hacia la plaza. Ahora lo han invadido tendejones hechos de lona y plástico donde te ofrecen tacos y chucherías. Te llenas el pecho con olores de fritangas y humo que sale de los autobuses destartalados.
Durante días me concentré en ir poniendo en orden los archivos. El presidente citaba a juntas cada tercer día, pero sólo acudían los principales. Sólo fue una vez a verme al archivo y salió tan rápido como llegó. El polvo acumulado lo hizo estornudar y, por poco, se le cae la nariz.

Recordaba poco el suceso de la difunta, así que cuando revisé las notas del informe me encontré narrado el acontecimiento. Tiene por título: “Una consulta en la noche”.

De un salto caí a horcajadas sobre el ataúd, una docena de lámparas alumbraron mi nuca. El viento frío arreaba un aguacero menudo al que no se le veía fin. El inspector gritó.
-Doctor, ¡agarre este candil para que se ilumine! ¡Le paso la barreta para que pueda despegar las tablas, y vea bien si la difunta es difunta!
Miré hacia arriba: un numeroso grupo de indígenas me observaba en profundo silencio. Sus vestidos blancos le conferían un aspecto albino a la noche; y sus rostros, cruzados por luces y sombras, mostraban una imagen de luto ancestral.

Dejé la bombilla a un lado. Tomé la herramienta, golpeé con fuerza para despegar un tirante del cajón y luego hacer palanca. Poco a poco, fue cediendo, dejando ver parte del interior. Nadie hablaba. Ni un murmullo. Arriba, entre algunos destellos, se veía un enorme cedro azotado por el viento cuyas ramas, al chocar entre sí, hacían que su cuerpo tronara y gimiera.

La lluvia helada corría por mi cara, proporcionándome el aliento para seguir con la tarea de desprender la tapa del rústico féretro. Un olor a humo, barro y esperanza se abatía mientras el calor del farol me quemaba la curvatura de los párpados. Había quitado el primer madero, y ya se podía vislumbrar el velo blanco que cubría la mayor parte de la cabeza. Fragmentos de tierra caían a mi lado pesados, llorosos, como empujados por el agua o el silbido de los pájaros. Pude ver el cabello negro recogido hacia atrás, dejando tan sólo un rulo que reposaba fláccido, sobre su frente. Las cejas pobladas, largas, como un camino que se entrega a la noche.

Poco tiempo tenía yo en el pueblo. Había llegado por esos días en que las gaviotas se pierden en la neblina y cuando los pies piden una frazada de lana. Me había instalado en casa de doña Licha. Esa noche, me encontraba en la cocina, esperando que saliera la otra tanda de café cuando llegó aquel nativo. Habló en su dialecto y, por los gestos, deduje que se trataba de una urgencia. Supe por doña Licha que su esposa, muerta de parto, fue enterrada a la mitad del día. Un familiar llegó tarde al sepelio y quiso despedirse de ella. Al estar rezando en la fosa, escuchó ruidos que le hicieron sospechar que tal vez estuviera viva.

Para llegar al cementerio había que subir la loma. Las espadas del zacate me golpeaban, y el lodo se adhería a mis zapatos, haciéndome resbalar. Alargué la mirada al arribar a la cima. La visión de la oscuridad me dejó sorprendido, pero mi perplejidad fue mayor aún cuando vi una multitud que se arremolinaba llevando una vela, o una tea hecha con trapos. Eran múltiples luces que se unían alrededor del sepulcro, su resplandor iba y venía según los caprichos del viento y por momentos parecía verse una gigantesca radiografía del enorme árbol. Por fin, arranqué la tapa: adentro había una niña. Todos tiraron la luz hacia su cara y emergió un rostro pequeño que hacía contraste con la largura de sus cejas. La nariz chica, su boca mediana teñida de rojo, los ojos cerrados y sus pestañas negras dobladas, me hicieron pensar que estaba dormida.

El viento cargaba con los ladridos de los perros. Unos eran cercanos y otros de perros lejanos que respondían. Las mujeres hacían la señal de la santa cruz, y los hombres rezaban con los labios apretados, quitándose el sombrero y situándolo a mitad del pecho.
- ¿Quiere más luz, médico? Era la voz del comandante.
Le grité que sí y me bajaron dos linternas. Saqué del maletín una lámpara de punto fino y el estetoscopio. Sabía que era observado. Cuando abrí su párpado, no pude contener una profunda tristeza al encontrarme con la opacidad del cristal y la ausencia de cualquier reflejo en su ojo. Moví la cabeza de un lado a otro y, poco después, irrumpió el sollozo de las mujeres. A un lado, cerca de sus muslos y envuelto en descoloridos trapos de algodón, estaba el crío. Seguramente lo sacaron como un brote desgajado. No llegaron a conocerse, tal vez, murieron al mismo tiempo, pero… ¡Cuántas cosas los unirían cuando se internaban por los maizales y compartían los granos tiernos del elote y el gorjeo de las aves!

No se escuchaba ni un susurro, sólo un grito lejano que venía de afuera, no sé de qué parte. Con respeto, cerré sus párpados y contemplé la suavidad de las líneas de su semblante que la muerte aún no había desencajado. Al incorporarme, vi a sus hermanos que tomando el sombrero con la mano izquierda se persignaban, dándose cuenta de que la esperanza se había desvanecido. Salí de la sepultura con su ayuda. Después, poco a poco, la fosa volvió a ser llenada con un barro frío, chicloso, calentado si acaso por el ansia de que estuviera con vida.

Caminamos despacio, haciendo una fila. Ellos con su vestimenta blanca; yo, con la imagen de ella, de sus largas y oscuras cejas. Los relámpagos se sucedían, y el cedro era un enorme molino que, al moverse, hacía gritar a los pájaros cada vez que sus ramas se atropellaban.
Me pareció verlo y cerré la carpeta cuando Ángel, el topil, me apresuraba a que fuese al despacho del señor síndico.


Texto agregado el 17-01-2016, y leído por 335 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
10-02-2016 Muy buena escritura, me llevó por las nostalgias del tiempo pasado, ese donde no anidaba la prisa. Ese tiempo calmo de las piedras y los techos que cuentas. Hay mucho contenido en esta historia, y está narrada con esa facilidad que te caracteriza, como si escribieras sin esfuerzo. 5* lucrezio
27-01-2016 Una historia bella, hermosamente narrada por esa pluma mágica. hay arte en tu pluma amigo. Un abrazo. queretaro
20-01-2016 1. Se palpa la tristeza por la falta de “ese sentimiento de armonía” que se irrespeta cuando un pueblo pareciera ser transculturizado, echando por tierra la historia que yace detrás de cada piedra que la formó, “lastimando lo que ha durado siglos”. Fascinantes las metáforas que utilizas para urdir imágenes en toda tus historia. La de “nidos del viento”, en especial, me cautivó. Sin embargo, el símil de los callos de los carpinteros como símbolo de paciencia y creatividad es de antología. SOFIAMA
20-01-2016 2. Fascinante la nostalgia del narrador al visualizarse niño y, con ello, el derroche de sensibilidad al sentirse parte del paisaje y de la naturaleza. Eso te quedó majestuoso. Si al narrador el río y el cielo le alocaban los pensamientos, a tus lectores, nos los alocas tú con tantas exquisiteces presentadas. Aromas, costumbres, nostalgia se conjugan para dibujar a todo un pueblo que de tanto sentimiento nunca morirá, aunque “el progreso” quiera demolerlo. SOFIAMA
20-01-2016 3. El final es conmovedor: estremece la sinergia del “niño médico y el médico niño”. La ambientación del cementerio mezclada con la conducta de misterio y respeto de todo un pueblo, saca lágrimas de emoción. Este escrito profundo en su contenido y muy difícil de plasmar en su forma por los flash backs que utilizas como recurso narrativo quedará en los anales, amigo, no te quepa la menor duda. SOFIAMA
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