Las contemplo desde el privilegio que da la altura, a la caza de algo que llevarme a los ojos. Como un ojeador.
Ahí están ellas, sugerentes y generosas, regalándome información: Las hay recatadas, veladas a los ojos del observador, otras se muestran casquivanas, sin pudor; estas me regalan los horarios y hábitos de sus dueños, a qué hora se acuestan, qué comen, que leen...
La mujer del quinto compra ajos por San Pedro, los cuelga, protegidos de la lluvia y el sol; de vez en cuando la veo asomarse con su delantal impoluto, se empina y alarga la mano para robar unos dientes a la cabeza, que ha elegido con cuidado.
Minutos después, oigo el sonido machacón de un mortero. Casi puedo percibir el olor del guiso.
Los estudiantes del tercero sacan un colchón a la terraza los días soleados de otoño. Abren unas cervezas y acercan la llama del mechero a un porro, que antes han liado con el mismo esmero de quien hace una obra de arte.
Me gusta contemplarlas cuando llega la noche, y, las casquivanas me cuentan que hacen los habitantes a última hora del día: Algunos vecinos se tumban sobre el sofá, levantando los brazos al cielo. Están pidiendo que el sueño dure hasta el alba.
Otros abren un libro, después de completar el ritual del lector, preparar asiento cerca de una mesa donde apoyar libreta, lápiz, alguna bebida y algún cigarrillo ¿Por qué no?
Y, qué deciros de esas ventanas madrugadoras, abiertas de par en par. Me gusta observar como sus dueños las someten a una limpieza casi quirúrgica, quitan polvo y telarañas para pulverizarlas con algún líquido, que seguro es tóxico, pero las dejan transparentes, después de pasar una mano secadora con la misma rapidez que lo haría un robot; a continuación las abren y cierran para observar que ni una mota de polvo impedirá a la luz su viaje. |