Casi siempre se dormía una vez sentado en las butacas de los cines. Antes de que terminaran de proyectar los avances de estreno devoraba las palomitas y cerraba los ojos a continuación cual si acabara de vestir pijama.
Al principio ocurría en contra de su voluntad.
Simplemente, sueño.
Después, casi al límite de lo razonable, empezó a recordar lo maquinado por su mente durante dos horas o dos horas y media, suceso que interrumpió el curso natural de los acontecimientos.
Supo que, amodorrarse mientras en la pantalla transcurrían las aventuras del Titanic, por ejemplo, ni era casualidad ni desperdicio. Al solicitar la asistencia de Morfeo originaba en su propio yo la celebración de una cinematografía individual, exclusiva y solo posible mientras disfrutaba del ocio a oscuras.
Pagaba su entrada y en las salas de cine soñaba sus propias películas. En color, en blanco y negro, incluso en 3D. Elegía a los intérpretes- vivos o muertos, contemporáneos o de épocas anteriores- los espacios y escenarios, y las tramas. Incluso dejó de masticar maíz tostado antes de caer en el sopor correspondiente adelantándolo aún con la música ambiental y con la media luz del entreacto. Así pudo recrear sus propias ceremonias: los Oscar, los Globos de Oro, Cannes, la Seminci etcétera. Las ceremonias eran breves, divertidas y con alfombras de distintos colores.
Un día murió, como lo hacemos todos y se sospecha de él como responsable de un parpadeo de luces fantasmal en el cementerio: a las dieciocho quince (18, 15) veinte treinta (20, 30) y veintidós treinta (22, 30) de lunes a viernes y a las dieciséis quince (16, 15) también sábados y domingos…
* De una canción de Luis Eduardo Aute
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