Se levantó sonriendo, en verdad le daba ternura que su novio pusiera el despertador una hora y media antes de ir a trabajar. Roberto lo hacía por la ducha, por el mate y el pan con manteca, por el pucho de postre mientras leía diarios en internet. Sofía siempre lo escuchaba levantarse temprano, pero una hora y media era un abuso enternecedor. Roberto la despidió con un beso.
Ella se quedó un rato en la cama, tenía franco ese día, durmió y pensó estupideces y soñó fragmentos que después los confundió con recuerdos y después los olvidó. Abrió realmente los ojos a las diez y media, se sentó en la cama y elongó como siempre, tocándose las puntas de los pies, girando el torso y qué dolor, el cuello a un lado y a otro. Elongar, susurró, qué palabra extraña; era un caso más de fonética castellana, ni hablar, pero había algo más, una condición mítica en su pronunciación, en el batirse de la lengua entre la saliva y el paladar y un roce apenitas con dos dientes. Y pensar que había quienes se esmeraban en no incluirla en los diccionarios, cuando verdaderamente ella la necesitaba todas las mañanas, para elongar en silencio.
Ahí nomás salió para el centro, casi sin desayunar, casi desarreglada. Solo sus días de franco podía recorrer la ciudad, y le gustaba, porque le recordaba a su adolescencia vaya saber por qué.
La primera parada fue en una feria de frutas. No era una fumadora empedernida pero tuvo ganas de fumarse un pucho. Se lo pidió a una chica que tenía cara de dormida y de anoche me enfiesté mal, que le regaló el tabaco con una sonrisa y una amabilidad exagerada. ¿Le gustaré?, pensó Sofía. Se sentó en el cordón y se tocó las piernas a propósito, porque tenía un short, para provocarla, de pura vanidad. Sus propias yemas rozaron sus muslos, suaves, deslizándose hasta los tobillos y volviendo a subir hasta casi… Uf, pensó Sofía, me estoy calentando yo misma de negligente que soy. Giró y quedó mirando una pared para distraerse, y la pared comenzó a mirarla también, como decía Nietzsche sobre observar un abismo. Hablaron un rato, la pared le mostró un afiche llovido y le contó quienes eran los del grupo de rock que había tocado hace no mucho; le mostró un garabato en aerosol y le comentó los motivos de la obsesión por un tal Lucas, encorazonado en gigante; también había un cuadro improvisado de un artista callejero, una propaganda dietética, un anuncio de preparamos alumnos para ingreso a medicina, una cara sombreada del Che.
Siguió caminando por la Belgrano hasta una tienda de revistas, donde compró un libro barato de una colección de policiales, y lo hojeó en un banquito que se exhibía para venta en la vereda de un local cualquiera. La chica que le había regalado el pucho frenó cerca, simulando mirar una vidriera, viéndola de reojo a ella que simulaba leer y que también la miraba de reojo, con cautela, con la previsión de que ahora tendría que aguantar un chamuyo de mujer por la egolatría de utilizar sus piernas innecesariamente. En el fondo sonrió.
- ¿Nos conocemos de antes? –dijo la flaca.
- Disculpame, de verdad, yo no quería que… -respondió Sofía.
- No pasa nada. Ya sé. ¿Te pinta una cervecita en aquel bar? De buena onda.
Sofía lo pensó unos segundos, era exótico tomar una cerveza a esa hora.
- Bueno, dale, pero de buena onda, eh –advirtió.
Verónica era abogada, veintiocho años, soltera, bailaba salsa, viajaba cuando podía, hacía poco se había mudado sola. Le contó que le gustaba conocer personas, de día o de noche, en una feria de frutas o en un lago en las sierras o en una fiesta electrónica, daba igual; le encantaba el ser humano en general y la vida para ella era simplemente eso, amar.
Terminaron la cerveza y fueron a caminar por el centro, a mirar la ciudad y la gente, la arquitectura de Córdoba. Se sentaron cerca de la Casa de la Memoria, en un banco plenamente cagado por palomas. Se mataron de risa buscando un lugarcito con menor densidad de excremento, pero fue imposible. Sofía propuso sentarse en el borde de arriba, en el respaldo, que era incómodo pero estarían mejor, más higiénico, y la flaca aceptó con agrado, porque se colocó muy cerca, pierna con pierna, y risas, y las manos tomadas y alguna caricia.
- Pero de buena onda, eh –bromeó Sofía.
Ambas rieron, con un leve pudor. Se besaron, se abrazaron, y siguieron así hasta el atardecer.
Habían pasado muchas horas y ni se habían dado cuenta.
- Vos sabés que es re tarde –dijo Sofía en un momento, ya seria y tranquila-, y mi novio ya debe estar en casa.
La flaca miró a otra parte, con una sonrisa irónica de desaprobación.
- ¡Qué! –azuzó Sofía, con la ojos embobados en las facciones perfectas de Verónica.
- Nada, que me gustaría invitarte una piza en mi depto, y después hay un recital, y que bueno, si vos querías –Verónica negó con la cabeza, mirando el suelo-. Qué estoy diciendo. Tenés razón.
Sofía se conmovió. Era todo extraño, todo confuso, todo tiernamente hermoso.
- ¿Recital de quién? –preguntó.
- Los gatos no están.
- Ah mirá, hoy justo vi un cartel en la feria, un afiche gastado. Después que… cuando te provocaba –dijo Sofía, con vergüenza-. Tocaron hace unos meses.
- Sí sí, bueno hoy es de vuelta. Y le ponen una onda tremenda, se recontra llena.
Había algo desesperantemente jovial en Verónica, que Sofía deseaba tanto como deseaba desnudarla y lamerla y entrelazar sus piernas en la viscosidad de un placer desconocido.
- Yo también quiero estar con vos –confesó Sofía, y le acomodó el pelo detrás de la oreja.
- Entonces, ¿aceptás? –insistió Verónica, con su voz ronca.
Sofía miró al frente y observó. Un viejito rengueaba dignamente, una mujer se había enojado y gritaba por teléfono, dos tipos en un bar se emborrachaban. El mundo no iba a cambiar. Y ella, y ella, y el banquito de la plaza, y las risas, y los besos. Tanta perfección.
- Y mañana te levantás –siguió Verónica, los ojos llenos de ilusión-, y ponés música y lees tu librito mientras yo preparo el desayuno aunque sea la hora del almuerzo, y nos vamos a una muestra de un pintor callejero que es amigo mío, y después volvemos, y…
Sofía suspiró. Sintió paz. Recostó su cabeza en el hombro de su chica y cerró los ojos un momento. Todo era perfecto.
Una mano le acarició la mejilla.
- Te quiero para siempre –dijo Roberto, dulcemente. |